Instituto Literario de Veracruz

La negociación

La negociación

Hubo un largo rato de silencio, muy incómodo para los dos. Al fin, el caballero se explicó:

-Mi querido amigo, ¿permite que lo llame así? Con mucha pena y todo, pero me siento obligado a hacerle algunos comentarios. Para empezar, le diré que hace mucho tiempo que no manejamos dinero y, menos todavía, divisas modernas. Transferir las monedas que empleamos en dólares sería un trabajo del día… Perdón, sería muy difícil. Además, las pérdidas serían muy grandes. Los banqueros, usted sabe. Pero, básicamente por cuestión de principios, no tenemos manejo de dinero. Lo que ofrecemos es mucho mejor y, además, pone a nuestra clientela a salvo de devaluaciones, fluctuaciones en los precios del oro y la plata, en fin: es más seguro para la parte contratante y más fácil para nosotros. Antes sí se acostumbraba, pero resultaba más bien grotesco, ¿no le parece? Esa imagen de uno de nosotros, con toda la parafernalia que injustamente nos atribuye el folklore: a media noche, en un cementerio, uno con cuernos y cola, apestoso a azufre y, lo que es peor, soportando el peso de un cofre lleno de oro, y luego uno con tremendos dolores musculares y al cliente que a veces lo asaltaban cuando regresaba a su casa y después nos echaban a nosotros la culpa. No, no. Si le dijera que en lo contencioso todavía están en trámite casos de hace cientos de años… y los perdemos, señor mío. Por si fuera poco, los perdemos. Yo lo invito a que haga algunas reflexiones; piense lo que le digo y verá que es mejor que lo que usted sugiere.

El hombre se sintió profundamente deprimido. ¿Matrimonio, negocios? A partir del momento en que hizo la invocación, ya había organizado su vida futura: levantarse todos los días a las once, irse al vapor, una gran comida, siesta por la tarde y, en la noche, al cine o al teatro. Alguna novia, claro está; y, de vez en cuando, uno que otro viaje: Barcelona, París, Florencia. Y éste diablejo, ¿qué ofrecía? Una ricachona histérica y vieja o las tensiones insoportables del mundillo ese de contratos, compras y ventas y trámites sin fin. «Si tuviera algo de agua bendita con gusto se la echaba encima», pensó. En fin, habrá que hacer algún sacrificio.

-Mire, no quiero negocios ni viudas ricas. Vamos a dejar la cosa en 25 millones de dólares. ¿Sí o no?

El visitante hizo un gesto de tristeza.

-Creo que no me expliqué bien. Déjeme ser muy preciso: no le damos dinero a nadie, lo que se dice a nadie. Facilitamos las cosas para que el cliente se haga rico, pero dinero, no.

-Entonces, no.

Los dos se pusieron en pie. Ya ante la puerta, el caballero lo miró de frente, muy serio.

-Quiero que sepa que, de acuerdo a convenios muy antiguos, firmemos o no el contrato, el mero hecho de que me haya llamado ya es definitivo en lo que a usted y a nosotros corresponde. ¿Me entiende? Usted de todas formas se irá con nosotros. Va a pagar el precio sin quedarse con la mercancía.

-Están usted equivocado.

-¿Ah, sí?

-Sí. Verá, de entrada, ya desde ahora me arrepiento muy sinceramente de haberlo llamado y haré de buen grado cuanta penitencia me impongan; además, me iré de monje y, para acabar pronto, me prepararé para ser exorcista.

Dio un portazo y se fue, dejando un fuerte olor a azufre. Todavía lo escuchó quejarse: ¡Qué pobres diablos estos! Y pensó que, con un poco de suerte, le darían una paliza los pandilleros del barrio.

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