(Comparación del paganismo y la Cristiandad antigua)
Pierluigi Lanfranchi
Un proverbio latino recita: «Venerem sine libero et Cerere frigere». Esto se puede traducir más o menos así: «Sin Baco y Ceres se friega Venus», donde las tres divinidades señalan el vino, la comida y el amor respectivamente. De la pureza un poco tosca del proverbio latino podemos deducir dos cosas por lo menos: que la tríada divina simboliza una parte esencial de las alegrías concedidas al hombre y que existe una relación entre estas tres fuentes de goce. Las ocasiones y las prácticas del placer en el mundo antiguo se han estudiado a fondo, sobre todo por aquellos estudiosos que han aplicado los métodos de la antropología moderna al estudio de las sociedades griega y romana. Así, ahora sabemos mucho acerca de la sexualidad y el erotismo, del consumo del vino en la ocasión del simposio, del arte culinario, del cuidado del cuerpo y otros aspectos de «la alegría de vivir» de los antiguos.
Herodoto, a propósito de los egipcios ricos, dice que durante sus reuniones, cuando la comida había terminado, un hombre presentaba una estatuilla de madera en un ataúd, y mostrándola a todos los invitados decía: «observa, bebe y disfruta, porque una vez muerto, serás como él» (2,78). Aunque Herodoto atribuye esta costumbre a los egipcios, el motivo del carpe diem asociado al vino, es una línea cultural típica de la mentalidad griega que es cruzada por la polaridad entre el mundo del simposio y el mundo de los muertos. El vino es la ola de la vida, como escribe Eurípides en el Baccanti:
«el hijo de Sémele [Dionisio],… encontró el líquido extraído de la uva y lo enseñó a los mortales, la bebida, que a los seres infelices y mortales que son los hombres, calma cada dolor cuando la ola de la vida los inunda y da, también, el sueño y con el sueño el olvido de todos los males de la jornada: no hay ninguna otra medicina para el que sufre y pena. Es él, que nacido dios, lo vierte como ofrenda a los dioses, y es con él que el hombre consigue el bien que siempre busca.»
Para todos es notorio que los griegos han hecho un gran discurso del vino, le han cantado en poesía, le han representado obsesivamente en los simposios de las escenas en los jarrones. En efecto, el banquete era un momento importante de la vida social, por lo menos de la masculina, porque las mujeres no eran admitidas en la mesa. A través de las fuentes literarias e iconográficas conocemos bien su desenvolvimiento en la época clásica, cuando el simposio presenta una forma codificada que es el resultado de la introducción de la moda oriental de cenar acostados, o bien la evolución del banquete Homérico, donde los momentos para comer y para beber no estaban todavía bien separados. El simposio clásico empieza en cambio cuando la cena de verdad, el deipnon, ha terminado: entonces las mesas son retiradas, los participantes se coronan de flores y mirto, se perfuman y hacen una libación de vino puro en honor de dios. Entonces se permite que traigan la comida que acompaña el vino y el simposiarca o más bien el presidente del banquete se elige, éste tiene la asignación de asegurar su bueno desarrollo, de establecer cuántas copas se beberán, de mezclar el vino y moderar los discursos y las exhibiciones de los invitados. De hecho durante el simposio no sólo se bebía, se charlaba, se cantaba, se jugaba, se escuchaba música. Como ha observado François Lissarague, el simposio es en sustancia una reunión colectiva que es al mismo tiempo espectáculo, exhibición y diversión y en la que todos los sentidos se estimulan: el oído, el sabor, el tacto, el olfato y la vista.
La centralidad del simposio como forma social de goce, no tiene que permitir el abandono de la importancia de la comida como fuente placer. El coro de la Paz de Aristófanes canta las alegrías simples que pueden disfrutarse cuando no se hace rabiar a la guerra:
«soy feliz, sí, soy feliz: Me he librado del casco, del queso y de las cebollas [que constituyeron la comida de los soldados]. No me gustan las batallas pero una buena bebida con los amigos cerca del fuego: atizar la leña más seca cortada en el verano, tostar la carne seca, poner al fuego las bellotas y besarme con la Tracia [ésa es la sirvienta] mientras mi esposa se da un baño.»
Se trata con una lista de placeres bastante frugales, pero los poetas de la comedia antigua tenían a menudo un buen tiempo imaginando, en términos hiperbólicos, un país de altura, de abundancia de cada bien de dios, una isla verdadera y propia de una Utopía gastronómica, donde no se trabaja y todo se produce espontáneamente, los alimentos alcanzan automáticamente el curso de la mano de los afortunados compañeros de mesa, los peces saltan directamente a sus bocas, los panes se depositan a sus pies, la comida en general ruega por ser comida etcétera.
Regresemos a la relación que ata comida, vino y sexo. Este motivo, ya conocido en la literatura médica hipocrática, será retomado en forma moralista por los padres de la Iglesia. El efecto del consumo de alcohol en el deseo sexual se denuncia, por ejemplo, en Clemente de Alessandra en una página de su Pedagogo:
«es necesario que los muchachos y las muchachas se abstengan en lo más posible de este veneno, porque no es oportuno verter en esta edad ya llena de excitaciones el más caluroso de los líquidos, el vino, del que toman el fuego de los impulsos salvajes, deseos inflamados y el temperamento ardiente. Internamente las personas jóvenes se inclinan hacia los deseos, al punto que su enfermedad se manifiesta abiertamente en su cuerpo cuando los órganos del deseo han alcanzado una madurez demasiado precoz en ellos.»
(II,29,3).
Igualmente san Gerolamo, confesando que para él era más penoso dejar las comidas delicadas que abandonar la propia casa, los padres, su hermana y las amistades; recomendó el ayuno como un antídoto eficaz contra el deseo sexual, un tipo de castración no sangrienta. Estos ejemplos parecen confirmar el lugar común, según el cual la ética hedonista de los antiguos griegos y romanos contrasta con los valores de la abstinencia y la castidad de la moral cristiana.
Las diferencias son particularmente evidentes en el ámbito de la sexualidad: para la Cristiandad la acción sexual está asociada al mal y al pecado, mientras que para los antiguos griegos tiene un valor positivo; la tradición cristiana considera un valor la abstinencia y la virginidad, mientras los griegos exaltaban el amor físico; La Cristiandad circunscribe la sexualidad dentro de las relaciones matrimoniales, mientras los griegos desvinculaban el sexo de la función reproductora y aceptaban las relaciones extramaritales y homosexuales. Es ciertamente innegable que los paganos eran menos inhibidos que los cristianos. Los griegos tenían una divinidad especial para el amor físico, Afrodita, y en los mitos y las leyendas los dioses vienen a menudo retratados mientras disfrutan algún placer de la carne. A lo largo de las calles de Grecia eran puestas estatuas de Hermes con el pene erecto y enormes falos eran portados en procesiones todos los años durante las fiestas Dionisiacas. En nuestros museos los vasos y jarrones antiguos están llenos de escenas eróticas que hacen la alegría del alumnado en sus visitas educativas. ¿Y quien no se ha reído del lenguaje licencioso de las comedias de Aristófanes?