Instituto Literario de Veracruz

Tácito y Plinio el joven

Tácito y Plinio el joven

Ricardo Sáenz Hayes

 

Así, sencilla y diáfanamente, los dos florentinos dejan sentado un axioma pretérito: la inmutabilidad del Corazón humano. No tuvieron, de fijo, la pretensión de ser los primeros en arriesgar la premisa. Con ventaja de siglos, hallamos lo mismo en la sabiduría hindú, en los versículos del Eclesiastés, en este diálogo de Platón, en aquella carta de Séneca. Es la ley del perpetuo retorno, del eterno devenir. Pero hay cosas que no se adquieren por obra de la gracia, ni de la inspiración, ni de la experiencia de los demás, pues de ser ello así estaríamos en el mejor de los mundos posibles -como lo entendía Liebnitz- , y seríamos excepcionalmente sabios y virtuosos. Después de mucho andar y combatir, y después del cotidiano desfloramiento de ilusiones y quimeras, caemos en la cuenta -too late, of course- de que las mismas cosas vuelven y que los hombres de hoy valen los de ayer… ¿De qué sirve entonces la inteligencia si lo más útil y urgente es lo que más tarde se aprende? La inteligencia sola no basta. En el fondo de cada cual hay una turba de pasiones oscuras que anulan los frutos del sereno raciocinio. Las pasiones conspiran contra la inteligencia, y ésta, a la vuelta de prolongado asedio, cuando no sucumbe, se deja gobernar por aquéllas. Luego de leer con asiduidad a Tácito y de familiarizarnos con su galería de retratos magistrales -Racine le llamó el más grande pintor de la Humanidad, quisiéramos saber algo de su existencia moral y de su persona física. El afán inquisidor se vuelve estéril. Pronto nos perdemos en búsquedas y conjeturas. A lo largo de los Anales y de las Historias, cuando nos parece individualizarlo, se nos esfuma y pierde de nuevo: hemos andado en pos de una sombra… ¿Por qué tan poco de sí deja columbrar Tácito en su obra? Fuera de la cálida ternura e ilimitada admiración que por el suegro revela en la Vida de Agrícola, ignoramos el caudal de sus virtudes y el peso de sus flaquezas de hombre. Alude a su mujer una sola vez. Cuando recuerda los años de amorío, habla de un «una joven de bella esperanza. No menos impenetrable es el silencio que guarda con respecto a los antecedentes de familia.

 

No se sabe a ciencia cierta de quién desciende o si dejó honroso linaje. Sus viajes se deducen, aunque jamás habla de ellos. Se presume que visitó la Bretaña la documentación de la Vida de Agrícola serviría de prueba -y que desempeñó un puesto público en alguna aldea belga fronteriza con la Germania, circunstancia que debió de aprovechar en la preparación del libro que trata de dicho pueblo. En punto a amistades, de no ser por el epistolario de Plinio el Joven, se nos pasaría que fue amigo hasta del propio Plinio. Tácito entiende de esa suerte que entre la vida y la obra no ha de existir más vínculo que el del aliento creador. Busca y practica en la posible lo impersonal, que se trasluce en el afán de no transparentarriada de lo que es, de lo que hace o se propone hacer. ¡Qué distancia tan grande, según luego se verá, entre quien calla cuanto concierne a su persona, y Plinio, que se desfibra por pregonar el más insustancial de los actos!. Ese hermetismo tampoco será del agrado de Montaigne, encarnación la más cumplida del narcisismo psicológico. Para el perigordano, incurre Tácito en imperdonable cobardía al no discurrir sobre sí mismo. «El no atreverse a hablar en redondo de sí acusa alguna falta de ánimo; un juicio rígido y altivo, que discierne sana y seguramente, usa a manos llenas de los propios ejemplos personales como de los extraños, y testimonia francamente de sí mismo como de un tercero». Montaigne invoca para ello dos derechos irrenunciables: «Preciso es pasar por cima de estos preceptos vulgares de la civilidad en beneficio de la libertad y la verdad. Yo me atrevo no solamente a hablar de mí mismo, sino a hablar de mí únicamente: me pierdo cuando hablo de otra cosa, apartándome de mi asunto…, lo mismo se incurre en defecto no viendo hasta dónde se vale que diciendo más de lo que se ve».

 

Si por el hecho de no dar amplias noticias íntimas y si por las versiones que le atribuyen un temple grave, predispuesto a la melancolía y al pesimismo, se deduce que Tácito gusta de recluirse lejos del comercio mundano, será fácil dilatar las conjeturas sobre su idiosincrasia insuficientemente conocida. La tristeza y el pesimismo son, desde luego, los rasgos predominantes en la urdimbre moral de Tácito, pero ni la uno ni lo otro tienen la fuerza de provocar una crisis de misantropía. El orador que siempre hubo en él conspira necesariamente contra el retiro estudioso. Quien algo espera de los efectos de la palabra hablada, abandona cuanto le rodea y va en busca de la multitud que ama el embeleso de las frases y el estruendo las palmas.

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