Hugo L. del Río
Se sintió muy decepcionado cuando dieron las ocho de la noche y el visitante no llegó. Naturalmente, pensó que se había cancelado la entrevista. «¡Qué lastima!» se dijo; «ahora que ya estaba yo decidido; ni modo ¡qué le vamos a hacer!» Jugó unos instantes con la idea de salir, a donde fuera, al cine o al centro, a tomar un café, pero desde las últimas horas de la tarde el tiempo estaba desapacible: se habían estado acumulando densos y oscuros nubarrones; como que quería llover, pero no llovía. La culpa, sin duda, era del gobierno. «Así es este país, parece que va a pasar todo y termina por no pasar nada». Indeciso y poltrón, preparó la cafetera y dio un vistazo a la cartelera de la TV, prendió el aparto y sentó a ver una telenovela, tan, pero tan mala, que a los pocos minutos, al entrar los comerciales, sintió alivio.
Eran casi las nueve y media y ya estaba muy avanzada la segunda telenovela, cuando oyó un par de discretos golpes a la puerta. Se sobresaltó mucho y de inmediato recordó las historias de terror que forman la parte medular de la crónica diaria de la gran ciudad. Luego recordó que no había sonado el timbre del interfono: debía ser, pues, algún vecino o bien el portero. Se acercó pero, antes de hacer la pregunta de rigor, escuchó el mensaje que ya no esperaba.
Soy yo, señor.
El visitante era un caballero bastante distinguido: alto y delgado, muy vestido, con una mirada inteligente y un rostro pálido y fatigado, enmarcado en una barba cuidadosamente recortada. Se disculpó:
Le ruego perdone la tardanza. Usted sabe que en esta ciudad es imposible ser puntual. ¿Me permite pasar?
por favor, por favor. Siéntense, ¿qué le puedo ofrecer: una copa, un refresco, café?
El caballero ocupó el más cómodo de los sillones, cruzó las piernas con desenvoltura y sonrió.
Gracias, muy amable. No puedo beber nada que tenga alcohol, usted sabe, el servicio… Le agradecería un poco de agua mineral.
Se sentó junto al visitante, que daba pequeños sorbos al vaso y ensayó un inicio de diálogo:
Yo, eh… pensé que, eh… ya no vendría usted.
-Desde luego, desde luego. Pero usted sabe, el transporte es terrible. Imagínese si aceptamos vernos a medianoche, como usted propuso. No, qué va: hubiera llegado aquí a las dos de la madrugada y luego, para regresar… En otros tiempos, naturalmente, hacíamos todas las citas a las doce, pero ahora… En fin, todo cambia. Ahora, discúlpeme, pero ya tenemos un retraso importante, el tiempo es oro y, si no tiene inconveniente sería, ¿cómo dicen ustedes? sería productivo entrar de lleno a nuestro asunto. Usted me llamó y yo estoy aquí. Lo escucho.
El hombre guardó silencio unos segundos, para poner en orden sus ideas y luego habló:
-Mire usted, lo he pensado mucho y he llegado a la conclusión de que es mi única salido. Yo lo que pido es esto: 50 millones de dólares, que me dejen vivir hasta los 85 años, pero aparentando los 50 que tengo ahora, y que mi muerte sea fulminante y sin dolor. Creo que mis condiciones son modestas, aceptables. Bien, bien, una más que olvidaba: ninguna enfermedad, ¿eh?
El caballero carraspeó ligeramente, descruzó las piernas, puso el vaso sobre la mesita y se frotó, con delicadeza, las puntas de los dedos. Respondió en un tono suave y convincente.
-Desde siempre, en todos nuestros contratos, tenemos esa cláusula que garantiza la salud y la protección contra toda clase de accidentes. Por ese lado no hay problema; la combinación de una edad avanzada con una apariencia relativamente juvenil tampoco es problema. Nada más natural, mi querido señor, que esa petición. Vamos, vamos, conocemos de mucho tiempo a los hombres. Lo del dinero, ejem…
-¿Perdón?
-¿No le molesta si fumo?
-Por favor, permítame acercarle un cenicero.
-Gracias.
Encendió una pipa y volvió a cruzar las piernas. Parecía ya no estar tan seguro de sí mismo.
-Podemos hacer una serie de combinaciones. Por ejemplo, arreglarle un matrimonio ventajoso con alguna dama, ya no muy joven, es cierto, pero todavía con ciertos atractivos físicos y dueña de algún patrimonio interesante…
-No, no. Perdóneme, pero yo pensé que ustedes estaban mejor informados. Ya llevo tres matrimonios y son más que suficientes. Yo…
La sonrisa profesional del visitante era encantadora. La puso en juego e inmediatamente tranquilizó al hombre. Había recuperado todo su aplomo y habló como lo que era: un caballero de mundo:
-Está visto que esta noche íbamos a quedar mal con usted. Mis disculpas, pero tenemos una falla en las computadoras y no pude consultar los bancos de memoria. Bien, bien, no quiere usted casarse, eso lo entiendo. En mis tiempos, yo… ¡Bah, no importa! Le planteo otra posibilidad, mi querido señor: los negocios. Pondríamos a su disposición información confidencial y lo relacionaremos con la gente que toma decisiones. Los 50 millones que pide usted se los gana en ¿qué le digo? Medio año; y más, mucho más, desde luego. ¿Qué le parece?
El hombre no era muy fuerte de carácter, pero le había costado tanto esfuerzo llegar a esa decisión que no estaba dispuesto a hacer concesiones. Replicó con firmeza:
-Mire señor, si lo he llamado es precisamente porque ya no quiero trabajar, pero en nada, ¿Me entiende? En nada. Dejémonos de combinaciones, deme usted el dinero, firmamos el contrato y ya.