Instituto Literario de Veracruz

Las bibliotecas y sus cenizas

Las bibliotecas y sus cenizas

Bajo tales condiciones, claramente el deber del lector es ser subversivo: despojar al libro de todas sus etiquetas, reconocer las categorías a las cuales se le ha condenado, redefinir un libro leyéndolo «entre líneas». Aun sin leer entre líneas los libros de una biblioteca, cualquier biblioteca, por su simple existencia, evoca al mismo tiempo su sombra prohibida y olvidada: una biblioteca más grande de los libros que no se incluyeron, aquellos que por razones convencionales de calidad, materia o incluso tamaño, fueron declarados inadecuados para sobrevivir bajo el mismo techo. (Menciono el tamaño porque ésta fue la razón dada para expurgar la nueva biblioteca de San Francisco, California. Al terminar la construcción los arquitectos se dieron cuenta de que el edificio tenía una capacidad menor de la que pretendían reemplazar; el bibliotecario jefe decidió entonces eliminar cualquier libro que no hubiera sido solicitado en los últimos cinco o seis años. Para salvar los libros, heroicos empleados se metían a hurtadillas de noche y sellaban con fechas recientes los libros para salvarlos de la destrucción. Desgraciadamente, una gran cantidad de libros no escapó a la purga; ellos forman ahora una de esas bibliotecas fantasmas, un homenaje a la locura burocrática de un hombre).

Son formidables estas bibliotecas invisibles y sin embargo presentes. Los autores paganos desaparecieron de las primeras bibliotecas cristianas, las obras árabes y judías fueron excluidas de las bibliotecas españolas después de la expulsión, los nazis condenaron a la pira a los libros «degenerados», Stalin proscribió a los escritores «burgueses», el senador McCarthy exilió a los «escritorzuelos comunistas». Todos estos libros constituyen bibliotecas colosales a la espera de ser llamados por sus futuros lectores. Después de que el notorio tirano MansuribnAbi Amir, quien murió en 1002, condenara a las llamas una importante colección de obras científicas y filosóficas reunidas en las bibliotecas de Andalucía por sus predecesores, el historiador Sa’id el Español se conmovió tanto que dijo: «Estas ciencias fueron despreciadas por los antiguos y criticadas por los poderosos, y aquellos que las estudiaron fueron acusados de herejía y heterodoxia. A partir de entonces, aquellos que tenían la sabiduría callaron su lengua, se escondieron y guardaron en secreto lo que sabían hasta la llegada de una época más feliz e iluminada».

Algunas veces, por supuesto, no es suficiente la exclusión. Las bibliotecas existentes, por su propia naturaleza, parecen cuestionar la autoridad de los que están en el poder. Como depositarios de la historia o fuentes para el futuro, como guías o manuales para tiempos difíciles, como símbolos de autoridad pasada o presente, los libros de una biblioteca significan más que su contenido colectivo y han sido, desde el comienzo de la palabra escrita, amenazados con destrucción. Poco importa por qué es destruida una biblioteca: toda prohibición, represión, saqueo o robo inmediatamente da lugar a una biblioteca más poderosa, clara y durable compuesta por libros prohibidos, saqueados, reprimidos o destruidos. Pueden no estar disponibles para consulta, o existir solamente en la vaga memoria de un lector o en la aún más vaga memoria de la tradición y la leyenda, pero habrán adquirido una cierta inmortalidad a través de la censura, intencional o no, subspecieaeternitatis.

Puede ser esclarecedor mencionar algunos ejemplos:

Represión: Suetonio nos cuenta cómo el emperador Domiciano, furioso por cierto pasaje en la Historia de Hermógenes de Tarso, no sólo hizo ejecutar al autor sino que crucificó a los libreros que habían distribuido el volumen. Cada biblioteca romana fue purificada del libro de Hermógenes.

Destrucción: Como muchos otros invasores, los turcos trataron de destruir la cultura de los pueblos conquistados por ellos. En 1526, los soldados del ejército turco prendieron fuego a la Gran Biblioteca Corvina, fundada por Matías Corvinus, de la que se dice era una de las joyas de la corona húngara. Casi tres siglos después, en 1806, los descendientes de esos mismos turcos los emularon quemando la extraordinaria Biblioteca Fatimid en El Cairo, que contenía más de cien mil volúmenes preciosos.

Saqueo: En 1702, el académico ArniMagnuson se enteró de que los empobrecidos habitantes de Islandia, hambrientos y desnudos bajo el gobierno danés, asaltaron las antiguas bibliotecas de su país donde copias únicas de los Eddas habían permanecido por más de 600 años, usándolas para hacerse vestidos de invierno. Alertado sobre este acto de vandalismo, el rey Federico IV de Dinamarca ordenó a Magnuson navegar a Islandia y rescatar los preciosos manuscritos. A Magnuson le tomó diez años desnudar a los ladrones y rehacer la colección que, aunque dañada y recosida, se envió a Copenhage, donde fue guardada cuidadosamente hasta 1728, cuando un incendio la redujo a polvo y cenizas.

Robo: Poco antes del final de la segunda guerra mundial, en 1945, un oficial ruso descubrió en una abandonada estación de tren en Alemania una cantidad de cajones abiertos llenos de libros y papeles rusos que los nazis habían robado. Esto, según Ilia Ehrenbourg, fue todo lo que quedó de la conocida Biblioteca Turgeniev que el autor de Padres e hijos había fundado en París, en 1875, para beneficio de los estudiantes emigrados y a la que Nina Berberova llamó «la gran biblioteca rusa del exilio».

Prohibición: En marzo de 1996, el ministro de Cultura francés, PhilippeDousre-Blazy, ordenó la inspección de la biblioteca municipal de Orange, ciudad gobernada desde junio de 1995 por el ultraderechista partido de Jean-Marie Le Pen. El informe, publicado tres meses después, concluyó que los bibliotecarios de Orange tenían orden del alcalde para sacar de las estanterías ciertos libros y revistas: cualquier publicación que pudiera desaprobar el partido de Le Pen, cualquier libro escrito por críticos del partido, una buena parte de literatura extranjera (cuentos norafricanos, por ejemplo) que no fueran considerados como «la verdadera herencia cultural francesa».

 

¿Existirán siempre esas incertidumbres en las bibliotecas? Quizá no. Puede ser que las bibliotecas virtuales burlen algunas de estas amenazas: el espacio ya no justificará el sacrificio, pues el ciberespacio es prácticamente infinito, y la censura ya no afectará a cada uno de los usuarios de la biblioteca, dado que el censor, circunscrito a una administración y a un lugar, no podrá impedir que un lector pida un texto prohibido en una pantalla lejana de otra ciudad, lejos de las normas de censura. Los medios electrónicos no podrán, sin embargo, burlar todas las amenazas porque, a pesar de las apariencias, el papel y la tinta son todavía más duraderos que las fugaces letras titilando detrás de la pantalla: testigo de la finita duración de un disco electrónico comparado con las frágiles y casi eternas cenizas de un papiro rescatado en Pompeya, todavía legible diecinueve siglos después, entre láminas de vidrio en el Museo Arqueológico de Nápoles.

Espero que en sus sueños los quemadores de libros se atormenten con tan modestas pruebas de la supervivencia del libro.

 

Traducción de Ana Cristina Mejía

 

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