Instituto Literario de Veracruz

Las bibliotecas y sus cenizas

Las bibliotecas y sus cenizas

Alberto Manguel

 

Recuerdo, con cierto sentimiento de cariño y turbación, las bibliotecas de mi juventud. Recuerdo de manera muy especial la biblioteca del Colegio Nacional de Buenos Aires, mi alma mater, con sus imponentes puertas de madera, su acogedora penumbra, sus verdosas lámparas que me hacen pensar en las lámparas de las literas de los coches cama, las aparentemente infinitas y altísimas estanterías que llegan hasta el oscurecido techo, muchas de ellas sin ser tocadas durante años. Recuerdo el silencio roto constantemente por susurros y risas nerviosas, el desconfiado bibliotecario que siempre buscaba excusas para no entregar el libro requerido, las páginas prohibidas en las que espontáneamente se abrían ciertos libros: los poemas de García Lorca en La Casada Infiel, la escena del burdel en La Celestina, el capítulo en el que un niño es seducido por el marino en Los premios de Cortázar. Nunca supimos cómo habían encontrado estos encendidos textos su camino hacia nuestras escrupulosas bibliotecas, y nos preguntábamos cuánto tiempo pasaría antes de que el bibliotecario descubriera que, en sus narices, generación tras generación de corruptibles estudiantes se pasaban los nombres de esos libros secretamente escandalosos unos a otros.

Como aquella biblioteca lejana, toda biblioteca contiene textos que escapan a la vigilancia de sus bibliotecarios y son secretamente subversivos, pues la subversión, al igual que la belleza, depende del color del cristal con que se mira. A los siete años en la biblioteca de su padre, santa Teresa de Ávila leía novelas de caballería, las cuales la llevaron a desafiar a sus padres, a huir de casa y (aunque la encontraron a un poco más de un kilómetro y la llevaron de regreso) a «buscar el martirio entre los infieles en tierras de moros». Como prisionero en campos de trabajo siberianos, Joseph Brodsky leía los poemas de Auden, y éstos le dieron fuerzas para enfrentar a sus carceleros y sobrevivir sólo por el hecho de vislumbrar la libertad. Del mismo modo, aquellos que deciden hacer suya la tarea de guardar la entrada a las bibliotecas encuentran peligros donde otros ni siquiera los ven. Es bien conocido el veto impuesto por el general Augusto Pinochet al Don Quijote porque había leído en esa novela una defensa de la desobediencia civil. Y recientemente, un Ministro de Cultura Japonés trató de prohibir Pinocchio porque pintaba un retrato poco favorable de los minusválidos a través del gato que simulaba ser ciego y del zorro que simulaba ser cojo.

Para prohibir algo se han dado razones absurdas e íntimas, desde El mago de Oz (un hervidero de creencias paganas) hasta El guardián entre el centeno (un modelo peligroso de adolescente). En palabras de William Blake:

«Ambos leemos la Biblia, noche y día, Pero donde tú ves negro, yo veo blanco».

Cuenta la leyenda que cuando el conquistador Amribn al-As entró en Alejandría en el año 642, le ordenó al califa ‘Umar I que prendiera fuego a los libros de la biblioteca. La leyenda ha sido puesta en duda, pero merece citarse la respuesta apócrifa de ‘Umar que hace eco de la curiosa lógica de los quemalibros de entonces y de ahora. ‘Umar accedió diciendo: «Si el contenido de dichos libros está de acuerdo con el Libro Sagrado, entonces son redundantes. Si no lo está, entonces son indeseables. En cualquier caso, deben ser consumidos por las llamas». ‘Umar estaba refiriéndose a la fluidez esencial de la literatura. Ninguna biblioteca es lo que pretende ser. Incluso con estrictas restricciones, cualquier selección de libros será más vasta que su clasificación y todo lector inquisitivo encontrará peligro (beneficioso o censurable) en el más seguro y vigilado de los sitios.

Nuestro error, quizás, ha sido ver las bibliotecas como espacios universales y neutrales. Por definición, toda biblioteca es el resultado de una elección, de un alcance necesariamente limitado. Las primeras bibliotecas de las que tenemos noticia nacieron bajo tales condiciones  en Mesopotamia, y se remontan al tercer milenio antes de Cristo. A diferencia de los archivos oficiales, fueron construidas para preservar las transacciones diarias y las relaciones efímeras de un grupo particular. Estas primitivas bibliotecas guardaban obras colectivas, tales como las llamadas «inscripciones reales», tablillas conmemorativas de piedra o metal en las que se hacía el recuento de acontecimientos políticos importantes. Estas bibliotecas, muy probablemente, eran privadas; construidas por amantes de la palabra escrita quienes con frecuencia instruían a sus escribas para que inscribiesen su nombre en las tablillas, marcando así la colección como propiedad de un hombre. Incluso cuando estas bibliotecas formaban parte de un templo, usualmente llevaban el nombre del sumo sacerdote o de la personalidad responsable de la colección. Ya los primeros bibliotecarios eran conscientes de que le daban al libro un sentido particular al ponerlo en un estante específico o al catalogarlo de una cierta manera; algunos libros de biblioteca llevaban un colofón que buscaba disuadir al que pretendiera alterar la categoría que le había asignado su propietario. Un diccionario del siglo séptimo antes de Cristo lleva esta inscripción: «Que Ishtar bendiga al lector que no altere esta tablilla ni la coloque en otro lugar de la biblioteca, y quiera Ella denunciar furiosamente a aquel que se atreva a sacarla del edificio».

Los reyes también erigían bibliotecas en sus palacios. La más famosa es la Biblioteca de Asurbanipal en Nínive, fundada cerca del 640 antes de Cristo. Este rey académico, quien copió y revisó algunos de los libros, enviaba a sus representantes a través de su reino en busca de cualquier volumen que faltara en su biblioteca. Tenemos una carta en la que Asurbanipal, después de hacer una lista de los libros que buscaba, insistía en que la tarea debía llevarse a cabo sin demora. «Encuéntrenlos y envíenmelos. Nada puede detenerlos. Y, en el futuro, si descubren algunas tablillas que no estén aquí consignadas, inspecciónenlas y, si la consideran de interés para la biblioteca, recójanla y envíenmela». El azar, tanto como la selección, da forma al catálogo de una biblioteca.

Se sabe que hay gustos particulares y restricciones de idiosincrasia en una colección privada, pero también se encuentran en colecciones para audiencias más amplias. Una biblioteca pública es una paradoja, un edificio construido para alojar un oficio esencialmente privado (leer) que ahora se debe llevar a cabo en un espacio común. Encerrado en el reino de un libro particular, cada lector forma parte de una comunidad de lectores definidos por la biblioteca. Bajo su techo, estos lectores comparten una ilusión de libertad, convencidos de que el reino de la lectura es suyo con sólo pedirlo. Pero de hecho, se censura la elección del lector de diversas maneras: por la estantería (abierta o cerrada) en la que permanece el libro, por la sección de la biblioteca en la que se lo cataloga, por nociones privilegiadas de cuartos reservados o de colecciones especiales, por generaciones de bibliotecarios cuya ética y gusto han dado forma a la colección, por pautas oficiales basadas en lo que la sociedad considera «apropiado», por reglamentaciones burocráticas cuya razón de ser se perdió en el tiempo, por consideraciones de presupuesto y tamaño y disponibilidad.

Bajo tales condiciones… (Seguir leyendo)

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