Instituto Literario de Veracruz

Tácito y Plinio el joven

Tácito y Plinio el joven

Gracias al valioso testimonio de Plinio, sabemos que desde hora temprana se fijan todas las miradas en Tácito como en el más seguro maestro de la juventud. Y no sólo los jóvenes acuden en busca de consejo; lo encarecen también los hombres de letras, los artistas y los sabios: «Te ruego que entre la multitud de sabios que la fama de tu talento trae de todas partes a tu lado, te fijes en los que sean más aptos para el empleo que propongo, etcétera». ¿De dónde sino de ese comercio saldrá el patético pintor del corazón humano? Los hombres no se conocen en los libros, sino en la vida. Cada día que pasa deja una enseñanza edificante y dolorosa. Éste que se contaba entre nuestros amigos y al cual le abrimos el corazón, nos resulta el más abyecto de los traidores. Este otro se nos revela de improviso desleal y cortesano. Aquél, con su sonrisa de bondad, nos calumnia y desea el mayor mal posible. Por todas partes duplicidad y mentira. Los hipócritas, simuladores, maldicientes, danzan fraternalmente como en las alegorías quevedescas. ¿Por ventura no es dable hallar una criatura bien nacida en el tembladeral de acechanzas que llaman vida? Afortunadamente sí, se encuentra, pero muy al acaso, y cuando ya no lo esperamos. Virginio Rufo, verbigracia, cónsul tres veces, y el cual, en el decir de Plinio, se vio en el puesto más alto a que podía llegar un hombre que no quiso ser príncipe cuando pudo serlo a la muerte de Nerón, primero, de Othón, después.

Simuladores, maldicientes, danzan fraternalmente como en las alegorías quevedescas. ¿Por ventura no es dable hallar una criatura bien nacida en el tembladeral de acechanzas que llaman vida? Afortunadamente sí, se encuentra, pero muy al acaso, y cuando ya no lo esperamos. Virginio Rufo, verbigracia, cónsul tres veces, y el cual, en el decir de Plinio, se vio en el puesto más alto a que podía llegar un hombre que no quiso ser príncipe cuando pudo serlo a la muerte de Nerón, primero, de Othón, después.

 

De haberse enclaustrado en la torre ebúrnea, las historias de Tácito no tendrían el valor humano que hoy brindan, el caudal de observación psicológica, el juicio equilibrado sobre los acontecimientos y sus consecuencias. Para conocer al hombre, Tácito debe ser, antes que nada, un hombre: padecer como él, participar de sus duelos y afanes, de sus congojas bajo la tiranía, de sus expansiones venturosas en la libertad. Pero que cuando urge tal apremio se corre el riesgo de ser o parecerse a los demás. Tácito tendrá que adaptarse a las prácticas y costumbres que baldona al tiempo de describirlas, y algo más, aceptará honras de Domiciano, máximo entre los déspotas. «Vespasiano inició mis honores, también me los concedió Tito y los aumentó todavía más Domiciano, de acuerdo; pero un historiador que se consagra a la verdad debe hablar de cada uno sin amor y sin odio». Fría imparcialidad, harto difícil, pues ¿cómo hablar sin odio de quien nos oprime, o sin amor de quien nos quiere bien? A seguido Tácito da la prueba de cómo se enternece con sólo pensar en los reinados de Nerva y Trajano: «Si me resta la vida necesaria, he reservado para mi vejez un tema más rico y placentero, el reino de Nerva y el imperio de Trajano; raros y felices tiempos en los que era permitido pensar lo que se quería y decir lo que se pensaba».

 

Cuesta creer, sin embargo, que un hombre de tan elevada moralidad acepte mercedes de Domiciano. ¿De qué medios se vale para ello? Si bien Plinio trata de disculparle diciendo que por aquella época hacerse olvidar «era lo que mejor podía desear un hombre honesto», ese olvido hubo de ser muy relativo. Tácito nunca deja de concurrir a las reuniones del Senado y desde su banca le toca ser testigo de horrendos episodios. «No basta decir que fue testigo -escribe Gastón Boissier-: representa también su papel. Toma la parte que le corresponde en las ridículas adulonerías con las cuales abruman al príncipe, vota por aclamación los monumentos que erigen en su honor y los títulos que le conceden. Y lo que aun es más triste, condena sin protesta a cuantos el tirano se propone perder.»

 

¿Qué clase de víctimas fueron esas? ¿Enemigos de la sociedad, elementos perturbadores del orden? Antes al contrario, eran perspicuos espíritus, seres de excepción, enamorados del bien y de la justicia, cuyo único delito imperdonable acaso consistiera en tener espaldas flexibles para el amo todopoderoso y corruptor. ¡Cómo se nos cae el ídolo al verle con ánimo tan frágil! ¿Por qué obra de esa suerte? Tal vez por miedo, o para conservar las dignidades y asiento en el Senado. Mientras otros prefieren tomar el camino del destierro, Tácito decide quedarse condenar, bajo la mirada inquisidora de Domiciano que asiste a las deliberaciones, a los que estima indecentes, y por añadidura, venera y enaltece: a Helvidi a Mauricos, a Rustico. Sólo después, cuando discurre “el gran espacio” de indignidad, en la hora del reposo y de la confianza, en los felices momentos de Nerva y Trajano, Tácito se impone la tarea de fustigar a los déspotas. Pero entonces la conciencia le inflige el más cruel de los castigos: le obliga a mostrarse, no envuelto en silencio, sino como instrumento servil: «Pronto nuestras propias manos -escribe-arrojarían a Helvidio en la prisión. Pronto las miradas de Mauricos y de Rustico nos reprocharían nuestra cobardía, y la sangre inocente de Senécion nos salpicaría».

 

Todo ello, el carácter del siglo «en el cual se tenía por suspectos a los talentos superiores, y en el cual una grande reputación no era menos peligrosa que una mala»; el extremo servilismo en que todos caían después de la extrema libertad, formaron y tonalizaron la idiosincrasia de Tácito: grave, sombría, pesimista. Dejemos a Voltaire la tarea de defender a Nerón y Domiciano contra las invectivas de Tácito. El género humano no vale más de lo que entendía Voltaire y sigue lleno de monstruos y monstruosidades. El pesimismo de Tácito por demás se justifica con los acontecimientos y acciones de su tiempo. Ve que los amigos traicionan a los amigos, y sabe que los hijos el poeta Lucano, verbigracia -denuncian a las madres…

 

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