Instituto Literario de Veracruz

Flaubert y el libro sobre la nada

Flaubert y el libro sobre la nada

Negándose a imponerle a la novela una jerarquía estructural y arquitectónica, Flaubert persigue la inquietud de la perpetua transformación, en todas su formas, desde los amores en los Fiacres hasta los grandes eventos históricos. No se puede resumir la novela, habría que citarla completa, copiarla como hacen ciertos personajes de Borges con las obras maestras del pasado o como hacen Bouvard y Pécuchet con sus papeles. Flaubert les enseñó a los modernos la poesía de lo accidental y de lo fortuito, pero lo hizo con una impasible levedad, respecto a la cual muchos de los grandes maestros posteriores que recogen su lección -incluso Joyce cuando se concentra en los mínimos detalles, o Thomas Mann, cuando enfrenta la vida con el espíritu-, revelan una ingenua insistencia didascálica.

El tiempo de la educación sentimental es también un tiempo histórico, la edad pre y post 48, que Flaubert capta en toda la profundidad y variedad de sus elementos políticos y sociales, sin los cuales toda poesía se queda en lo abstracto. Flaubert  reproduce con idéntica mordacidad la cruel idiotez conservadora y la confusa idiotez revolucionaria, en ese capítulo trágicamente risible sobre el 48, que constituye el vértice de su arte y continua siendo actual entre los borbotones de palabras vacías que envuelve a nuestros pequeños y recurrentes 48s y Segundos Imperios, para los cuales sigue siendo cierto que «hubo hombres de ingenio que se volvieron cretinos de repente, y para toda la vida». Pero Flaubert se incluye también a sí mismo dentro de esta fatal idiotización de lo real, así como introduce algunas de sus palabras y de sus ideas en el estupidario de ideas y frases hechas cultivado por Bouvard y Pécuchet. Toda la existencia es un lugar común y Flaubert nos hace enrojecer  cuando hablamos de política, del misterio del universo, de la represión, de la crisis de los valores o del hombre.

Pero su ferocidad desacralizante es acompañada por una gran ternura hacia aquellos que, a través de los lugares comunes- y no sería posible de otro modo buscan el propio camino y dicen, burdamente, es la verdad sobre su inútil esfuerzo. Los diálogos apasionados de Madame Bovary enseñan que no hay amor sin mentira y sin palabrería vana, pero que a través de esa retórica habla también la auténtica nostalgia de felicidad, el dolor del alma. No hay amor sin ironía, pero no hay verdadera ironía sin amor: Bouvard y Pécuchet son ridículos, pero también heroicos, Monsieur Arnoux es vulgar y banal, pero su trivial capacidad emprendedora cotidiana no carece de una simple grandiosidad. Flaubert es un autor que sabe hacer reír, y para lograr esto se requiere, sí, una mirada desencantada, pero también una superior y benigna afabilidad. Poco después de haber publicado La Educación sentimental,  Flaubert relee a Goethe y exclama: «¡este si es un hombre! La poesía todo, y todo para sí mismo». Flaubert no poseía nada, ni siquiera se tenía a sí mismo, ese sentimiento compacto de poseerse a sí mismo; estaba solo, reventaba de risa mirándose en el espejo y sentía la indecible unidad de la vida retratada en un enigma indescifrable: «Jesuis mystique et je ne crois a rien.» Nuestra verdad no es como la Goethe, que todo lo tenía, sino la Flaubert que nada tiene. Si después de La educación sentimental no se hubiesen vuelto a escribir novelas, habríamos perdido grandes obras maestras, pero nuestro conocimiento de la vida no sería muy distinto; Frédérick Moreau es ya el anónimo cualquiera, el hombre sin particulares cualidades, capaz de amar, pero también capaz de indiferencia y de insensibilidad. Amamos a Madame Arnoux y a Rosanette, pero no amamos ni nos fijamos en Frédérick Moreau, así como no sentimos interés ni simpatía por  nosotros  mismos.

Frente a las Tullerías en ruinas, después de la guerra y de la revolución de 1870-71, Flaubert decía que todo aquello no habría sucedido si La Educación sentimental hubiera sido comprendida. Sobrevaloraba la comprensión, que no basta para impedir los desastres. Pero frente a las Tullerías en peligro de la propia existencia, cada uno se detiene a meditar en la imagen de lo posible, de lo distinto, de lo que está en otra parte, en el rostro eventual de ese tiempo que se resbala por entre los pliegues de los acontecimientos: y la propia vida parece recogerse alrededor de ese tiempo perdido e ignorado, como para Frédérick Moreau la vida se condensa alrededor de ese ramo de flores que él, muy joven, abandonó al entrar en un burdel del que, por timidez, huyó de inmediato. Y esto, sigue pensando él todavía muchos años después, es lo mejor de todo cuanto le ha dado la existencia.

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