Instituto Literario de Veracruz

El libro, la lectura y la vida

El libro, la lectura y la vida

José Luis Martínez Suárez

 

Interroga la niña: «¿qué es un hombre vulgar?». Y replica el niño: «aquel que jamás será un fantasma», cuenta Francisco Tario en Tapioca Inn.

Cabe preguntar, siguiendo tal idea ¿qué es un hombre vulgar? Para dar como respuesta, válida también, «aquel quien jamás se ha puesto a dialogar con los fantasmas», esto es, quien no ha suspendido nunca su relación cotidiana con el mundo inmediato sin dejarse atrapar por la magia de la lectura, por la vivencia del rapto magnífico experimentado por quien lee o por quien escucha la lectura de un texto literario. La experiencia sin par de ese diálogo fructífero con los muertos del que poéticamente escribió Quevedo, ese encuentro fraternal con un libro que se convierte en diluvio de palabras que no siempre nos depara la llegada a un buen puerto, pero indudablemente nos deja transformados.

Un libro, entre infinitas acepciones, es un amigo que nos resulta más valioso no por lo elevado de su precio, o por ostentar la firma de un autor famoso, o por sus dimensiones, peso e ilustraciones, sino por lo que de nosotros mismos nos hace conocer. He aquí la importancia fundamental que un libro porta y, al mismo tiempo, la razón de que despierte muchos temores y no menos desprecios.

Es verdad que la lectura «construye» al individuo; pero antes de proponer la «construcción» de los lectores hay que conocer los miedos y tabúes que se erigen en torno del libro, esto es, ¿cómo convertirse en lector a pesar de los obstáculos que tal deseo debe enfrentar?

En gran medida el problema tiene que ver con el medio social. Tal fue mi experiencia: provengo de un ambiente pobre, con pocos libros en casa y en donde la idea de leer sin una utilidad precisa simplemente no se entendía, un medio donde las actividades colectivas tenían un gran prestigio frente al solitario «placer egoísta» de la lectura.

A este entorno familiar empeñado en disuadir la práctica lectora destinada al placer «ocioso» se sumaba la presión del ambiente exterior donde los amigos ridiculizaban a quien se dedicara a esa actividad rara, «propia de mujeres», o asociada exclusivamente con las molestas tareas escolares. La circunstancia no ha variado en los últimos treinta años.

Si las escuelas limitaran sus importantes, extensos y ambiciosos planes de estudio simplemente (por supuesto hay que anotar entre comillas este «simplemente») a enseñar a leer, este país tendría una realidad muy distinta a la actual.

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