Instituto Literario de Veracruz

Mi biblioteca

Mi biblioteca

Todos esos libros son para mí seres vivos, que sonríen, lloran, se burlan, enseñan, traicionan, respiran. Hace cerca de veinte años vivo dominada por ellos. De niña tuve una pequeña biblioteca, de la bucal recuerdo apenas algunos títulos. Al salir de casa de mis padres, a los diecisiete años, se quedó en mi cuarto y se perdió. Tuve después una biblioteca que se fue ampliando con el tiempo. Y cada vez que me cambiaba de casa, llevaba cajas repletas de libros. En cada mudanza eran más grandes las cajas. Hubo un momento en que mi colección de libros pasó a ser realmente una biblioteca, cuando fue necesario dar un orden, a fin de que pudiese encontrar los volúmenes. Pasó cerca de cuatro años antes de publicar mi primera novela, cuando vivía en una casa cuyas ventanas se abrían a un paisaje de tejados, cuando aprendí a conocer el mundo de los tejados, poblado de gatos, estrellas y la luna, a más de algunos animales repugnantes, como lagartijas o algún ratón perdido. La casa tenía apenas dos habitaciones: un escritorio, una cocina-armario y un corredor que servía de cuarto, formaban el primer cuarto; el otro era un baño desproporcionadamente grande donde cabía una máquina de lavar y secar la ropa. El estudio tenía apenas una de las paredes cubierta de libros, organizados por géneros, como novela y cuento, poesía, ensayos, libros de referencia.

Tenía una vida austera y compraba libros con parsimonia. Cada libro que pasaba a formar parte de mi biblioteca tenía un significado para mí, había sufrido una especie de prueba y se había integrado a mi estructura personal. Yo los sentía todos ligados a mí por hilos invisibles. Alejarme de ellos era una especie de rompimiento, y yo me sentía perdida. Pasé a gustar de permanecer allí cerca de ellos, una especie de prisionera voluntaria, conforme, incluso feliz.

Pronto me mudé a un lugar más grande, donde el estudio, todo en madera, daba a un jardín también aparecían gatos, estrellas, la luna, ratones y lagartijas, a más de caracoles, babosas, voraces iguanas verdes que acabaron convirtiéndose en mis amigas, lombrices, mariquitas, una infinidad de bichos moradores o visitantes y tres paredes de estantes abrigaban una cantidad mucho mayor de libros.

Me acuerdo de mi actividad al mismo tiempo frenética y monótona, subiendo y bajando escalones, sacando y metiendo libros, abriendo y fechando páginas, guardando, registrando en la mente cada lugar, cada palabra, cada frase que se tornaba importante para mí. En esa época también disponía de un espacio, estaba en una situación financiera un poco mejor y tenía una incontenible manía de adquirir libros, que se amontonaban en mi cabecera esperando la ocasión de ser leídos y poder entrar en el recinto sagrado de mi estudio. Buscaba, no sólo libros nuevos, quiero decir, también los leídos por mí, como buscaba recuperar los que había leído en mi adolescencia, lo mismo que en la edad adulta y que había perdido físicamente. También tenía la ilusión de que podría guardar conmigo todos los libros del mundo.

Hoy vivo en un estudio más amplio, blanco con ventanas de vidrio rompiendo una de las paredes de uno a otro lado, por donde se ve la ciudad de Río de Janeiro, el mar, las islas Cagarras, Palmas, Redonda etc., el cielo, las estrellas, la luna. En vez de gatos o insectos veo pasar los sorprendentes globos dirigibles, los helicópteros, los aviones. La biblioteca que me circunda es inmensamente mayor que las anteriores, a pesar de mi rigor en la entrada y permanencia de los volúmenes. Mis libros conviven pacíficamente con los libros de mi marido. Es una cada donde los libros son el centro de todo. Hay libros en el sala, en la habitación, en la cocina, en el corredor, en las habitaciones de los niños y, por supuesto, en el cuarto de la empleada (mi guía especial dice que en la próxima vida volverá como escritora), libros en el baño. Los libros, como las personas, tienen su destino. Pienso siempre en lo que acontecerá con esos libros después de mi muerte, si es que algún día he de morir, siempre tengo la esperanza de asistir al descubrimiento de la fuente de la inmortalidad. Mi hijo ¿tendrá interés por ellos? ¿Quién sabe si algún nieto?. ¿Alguien los comprará por kilo para ser vendidos en un puesto? Tal vez pueda donarlos a una institución, o a personas amadas, como hizo un amigo mío que murió muy joven y su muerte anunciada permitió que hiciera un testamento distribuyendo su biblioteca.

Gracias a él, tengo ediciones antiguas de Proust, Updike, Milan Kundera y Guimarães Rosa.

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