Instituto Literario de Veracruz

De Pinocchio a Orwell emerge la psique humana

De Pinocchio a Orwell emerge la psique humana

La gran revolución se da sin embargo en la segunda mitad del siglo XIX. El cuento fantástico aumentan su ambigüedad y continúa presentándose como cuento para niños pero adquiriendo cada vez más implicaciones de adulto. Al mismo tiempo se aleja decididamente del patrimonio tradicional para dejar el curso libre a la imaginación del autor. Y si se tratara de una imaginación excéntrica: lo qué interesa no es la normalidad sino su contrario. Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll es de 1865, Pinocchio de Collodi es de solo quince años después. Aparte del Zorro de Pinocchio, todos los otros animales son inéditos: del Grillo parlante, la Ballena, el Gato, el Asno/Pinocchio, el Conejo, la Liebre y la Tortuga marina de Alicia. Son animales del inconsciente y del sueño, pero más de un individuo que del colectivo inconsciente. También son señales, símbolos, pero más ambiguos, menos unívocos. Porque en medio ha habido un terremoto: el Romanticismo. Y poco después se llegará al Decadentismo. Sufrido al principio de siglo, en 1820, Hoffmann escribe a una singular autobiografía novelada: La Filosofía de la Vida del Gato Murr en la que el gato es una pura abstracción racional del modelo del siglo XVIII, que representa al artista moderno incomprendido en una sociedad tórpida y filistea, y donde la sociedad alemana de la época se satiriza siguiendo el ejemplo de Goethe.

Pero, al avecinarse la mitad del siglo, la presencia de los animales se torna, por otra parte, inconveniente e inquietante. Entran en escena por primera vez animales monstruosos y no obstante reales (diferentes de los antiguos dragones que eran sólo imaginarios). Y ya no en textos referibles de algún modo al género del cuento fantástico, sino más bien y por el contrario en historias o novelas que son exclusivamente una ficción para los adultos. Entre 1840 y 1845 se publican las historias de Poe, donde El Gato Negro evoca la muerte, el miedo, el demonio. Sólo pocos años después, en 1851, otro americano, Herman Melville, escribe su obra maestra Moby Dick, que es el nombre de la huidiza ballena, símbolo demoníaco e indescifrable del mal del mundo, también portador de destrucción y muerte: finalmente arponeado, arrastrará a los abismos y para siempre a la nave con toda su tripulación. Los animales se han vuelto por primera vez las señales de un algo sobrenatural pero no religioso sino existencial, negativo, espantoso en el que se refleja la angustia del hombre moderno.

Con el fin del siglo, en 1894, un nuevo tipo de novela de aventuras aparece, también centrado en los animales: El Libro de la Selva, debido a la pluma de un escritor inglés nacido en la India colonial: Rudyard Kipling. Él retoma el antiguo estilo de los animales humanizados y llamados por nombres: el oso Baloo, Bagheera la pantera negra, la pitón Kaa, la tigresa Shere Kan, animales no obstante completamente exóticos. Aunque aquí también, como esporádicamente pasó en ciertos cuentos, los animales feroces (excepción hecha con el tigre) son buenos y salvan al niño pequeño que es educado por ellos en el bosque. Pero realmente se ha empezado un nuevo estilo, de cierta manera reflejo del precedente: éste, de hecho, ha influenciado el Rousseau de la naturaleza buena e inocente, mejor que la sociedad del hombre, y a la que el hombre debe regresar. Un estilo que tendrá, hasta hoy, cada vez más éxito. Un estilo que se verá reprendido menos de diez años después por un ciudadano americano, Jack London, autor en 1903 de La Llamada Del Bosque y en 1906 de Colmillo Blanco en los que el tema del animal bueno y salvaje se funde con el símbolo de una vida natural inocente.

Al final del siglo XIX es el teatro el que hace referencia a los animales y más precisamente a los pájaros: El Pato Salvaje de Ibsen es de 1884, La Gaviota de 1896 Èechov. Muy similares entre ellos, ambos le deben algo al albatros de La Balada del Viejo Marinero que Coleridge había escrito un siglo antes: son también símbolos agónicos de una inocencia herida, aun cuando aquí privó el carácter sobrenatural de ellos. Estamos en el período simbolista y estos animales son puros símbolos, completamente inmateriales, privados de cualquier animalidad: no obstante, diferentes de los símbolos antiguos, quedan imprecisos, nunca definibles, tesis para no transmitir un concepto sino una vibración emocional. Y en esto se encuentra su modernidad. Símbolos de un optimismo simplificado y voluntarioso regresarán las gaviotas en cambio a nuestros días entre la ecología y el new-age: Juan Salvador Gaviota de Richard Bach (1970) y la Historia de una gaviota y el gato que la enseñó a volar de Sepúlveda (1996).

Entramos así al novecientos y en este punto todos los juegos, todas las combinaciones, todas las mezclas de género se vuelven posibles. El tema metamórfico y antropomorfo de los animales ahora se esparce sin límites y las obras que de algún modo desarrollan este tema se multiplican. La fiaba simbolista se viste con las plumas del El pájaro azul de Maeterlinck (1909), su nostalgia absoluta es propuesta más modernamente con El Principito de Saint-Exupéry (1943), quien conversa con deliciosos animales oníricos; un carnero, un zorro, una serpiente. La fábula reprende a Esopo en el Esopo moderno de Pancrazi (1930-1940) y en el primer libro de las Fábulas de Gadda (1952). Una fábula/epopeya es también aquella de Buzzati: La famosa invasión de Sicilia por los osos; otra, cuya temática quizá puede ser seguida, pero no por su calidad literaria, aquel best-seller de 1972: La Colina de los conejos, del inglés Richard Adams; en ambas, colectividades de animales luchan por la justicia, la libertad, una vida mejor. Aunque ésta es una temática típicamente moderna, desconocida para el cinismo de la fábula antigua así como al pesimismo utópico del setecientos.

El contraste del tema del Hombre civilizado/Natura puro iniciado por Kipling es uno de los más característicos de la literatura contemporánea, y se queda ciertamente entre los que más sobresalen. Recientemente podemos enumerar a El hombre que susurró a los caballos de Nicholas Evans (1995) o el Halcón peregrino póstumo de Wescott Glenway (2002) en que el halcón encarcelado simboliza el constreñimiento de las convenciones sociales.

Pero también el estilo terrorífico que encontramos en todo el novecientos es rico: los animales repugnantes son una característica del «bestiario» moderno, primero que todos el escarabajo en que se transforma el protagonista de La metamorfosis de Kafka, símbolo de un angustioso sentido de exclusión existencial. Y no debemos olvidar la literatura americana, con Hombres y ratones de Steinbeck donde los ratones matados por el pobre tonto que sólo piensa acariciarlos con sus pesadas manos son el emblema de una vida que apabulla al hombre débil sin piedad. Tema que aparece en idioma alemán con Gato y ratón de Günther Grass (1961), seguido de La rata (1986). Pero con Grass estamos en la acepción dramática contemporánea, también muy frecuentada, desde su antiguo inicio, por El Romano de Renard y articulado a través de los siglos en un discurso sociopolítico. En él destaca, en el centro del novecientos, la gran novela de Orwell, La granja de los animales, fábula satírica contra el totalitarismo ideológico, en que los cerdos toman el poder. De Rusia viene, en cambio, y con más del cuarenta años de retraso la obra maestra, escrita por Michail Bulgakov en 1925, para denunciar el régimen comunista: Corazón de perro en el que un perro se opera para ser transformado en hombre, pero es el espíritu humano el que desciende al nivel del perro.

Hoy nuestro acercamiento a la evocación de los animales es más metafórico, a menudo sólo es el título o un poco más, y aquí los ejemplos son interminables y de lo más variados; tan sólo en Italia encontramos: El cuervo de Calvino (1949), La Sparviera de Gianna Manzini (1956), La mariposa de Dinard (1956) de Eugenio Montale. Hasta convertirse en un pretexto para mirar al hombre desde el exterior, un punto de vista insólito como las dos novelas francesas de estos años: Parole de Singe (Parola di Scimmia, 1990) texto afortunado del debutante Patrick Cahuzac en el que una mona cuenta las aventuras de su amo y Le Gros Secret (El Gran Secreto, 1996) en el que un perro labrador Baltique es nada menos que la autora de las memorias de Mitterrand. Todavía en el siglo XX la presencia de los animales encuentra un valor concreto en la prosa de grandes poetas como el español Jiménez y el italiano Caproni, haciendo caja de resonancia de lo humano en un fácil antropomorfismo donde el animal se humaniza, por así decirlo, y se transporta a una sutil dimensión interior. Jiménez ha escrito en 1914 una pequeña obra maestra dedicada a su asno andaluz de nombre Platero: Platero y yo. Con su sombrero negro a la cabeza, Jiménez cabalgaba junto a Platero por el país, contemplando y soñando, tejiendo con su asno un denso diálogo, como si el asno fuera humano: «he llegado a creer», decía, «que sus sueños y los míos son los mismos». De Caproni fueron publicados hace poco, póstumas, las desconocidas historias de Aria Celeste (2003) y quiero citar de la nota de la curadora Adele Dei: «Los ratones… la mula… los caballitos de mar y también la liebre: … personajes que… casi podrían reemplazar al hombre, prevenir el destino, absorber y descargar en parte las emociones.»

Llegamos al final y podemos preguntarnos: ¿por qué este asiduo acudir a los animales para hablar del hombre? los motivos son ciertamente numerosos. El animal es parte de una experiencia común para todos. Sus características son tan variadas que se prestan bien para corresponderse a los interminables aspectos de la psique humana dándole una apariencia material a lo invisible. Los sentimos a menudo como lo único en el planeta que puede compartir con nosotros una vida hecha de pulsaciones. Aunque a menudo están también distantes de nosotros: entonces pueden reflejar todo cuánto hay de desconocido en nosotros y nos asusta. El proceso de la creación artística literaria siempre tiene la necesidad de una vecindad con el propio sujeto que le permita su identificación, pero también necesita de un diafragma que permita la necesaria separación. En el caso de los animales este diafragma es también lo que elimina la resistencia del lector, y le permite aceptar, a menudo valiéndose de un efecto caricaturesco humorístico, lo que nunca aceptaría si tuviera que descubrirlo directamente en sí mismo. Porque aunque hay donde la simbología permanece oscura y enigmática, los animales en la literatura siempre son portadores de un mensaje figurativo ya sea negativo o positivo. Es en esto, quizás, que consiste la esencia de la fábula, que de alguna manera se perpetúa hasta ahora aunque con frecuencia sea irreconocible a primera vista.

Traducción: de Marco Carrión

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