Instituto Literario de Veracruz

El hombre que bautizó la luna

El hombre que bautizó la luna

Claudio Marazzini

Cuando Galileo apuntó el telescopio hacia el cielo observó la Vía Láctea, Orión y las Pléyades, anotó los movimientos de los satélites de Júpiter y bajo la luz radiante describió montañas y relieves de la Luna a lo largo de eso que hoy llamamos el «terminatore» (Galileo habla de terminus, «frontera» entre la parte oscura y la parte iluminada). Sin embargo, empeñado en mostrar la existencia de relieves nunca antes distinguidos por el ojo humano y atraído por la presencia de otras manchas, además de esas grandes que los hombres habían observado por siglos, no se cuidó de nombrar todo aquello que veía. De esta forma, Galileo no bautizó las nuevas partes de la Luna, pero, a manera de control, sí nombró sus observaciones, colectivamente llamó a éstos los «planetas» o «estrellas» Médicis (en honor del linaje de Cosimo II de Médici) sin atribuirles a cada uno nombre por separado (que de hecho serán nombradas por el alemán Simon Mayr). Estas cuatro lunas de Júpiter, en el latín de Galileo, son indiferentemente planetae (planetas), sidera (astros), stellae (estrellas). El investigador, de hecho, no había adoptado programáticamente el idioma italiano, el cual habría de dar formidable y rigurosa vestimenta científica inmediata, utilizó en cambio, la terminología tradicional. Esto no significa que hubiera confusión entre los conceptos de «estrella» y de «planeta», a pesar de la sobreposición en el uso de estos nombres.

Pero a pesar de haber observado la Luna y también habiendo trazado esbozos de ella, Galileo no intentó el consiguiente mapa. En cambio, diferentes científicos de la primera mitad del siglo XVII, apuntaron con este motivo el telescopio (nombre de origen griego) y entonces latinamente llamado perspicillum. Entre los más famosos antiguos cartógrafos lunares o dicho de otra manera «selenografistas», citaremos a Michel Florent von Langren, latinizado como Langrenus (1645), Johan Hewelcke o Hevel, latinizado como Hevelius (1647), y Giovan Battista Ricciòli (1651). El primero era belga; el segundo de Danzica. El tercero italiano y tiene un mérito considerable: fue él quien contribuyó con la mayor parte de los nombres que designan hoy la geografía lunar. La topografía del investigador italiano ha establecido por consiguiente, en idioma latino, la inalterada nomenclatura durante los próximos siglos. Se trata de un elemento activo aún ahora, de resistencia a la angliquización del cosmos, junto a otras herencias del pasado como las constelaciones clásicas y los nombres árabes de muchas de las estrellas.

El mapa de la Luna de Hevelius tiene la fecha de 1645, pero se publicó en 1647, en un trabajo titulado Selenographia. Esta obra distingue las formas presentes en la superficie del satélite con base a analogías con el paisaje terrestre que han tenido la fortuna y evocan a menudo la presencia del agua: además de mare (mar) y mons (montaña), hay insula (isla), sinus (golfo), lacus (lago), caput (cabeza), promontorium (promontorio), paludes (pantanos), fluvius (río), fretum (estrecho). Lo que hoy es el Mare Crisium, era para Hevelius Palus Moeotis, nombre antiguo del Mar de Azov; lo que hoy es el cráter Copérnico entre los más bellos y fluorescentes era para él el Aetna, en una zona llamada Sicilia, al sur de las zonas llamadas como los mares de Syrticum y Aegyptiacum, mientras que la parte norte era llamada el Hiperbóreo. El bellísimo cráter Tycho, al origen de una zona bien visible cuando hay luna llena, era el Sinai, la montaña sagrada en la que Dios le dio las tablas de la ley a Moisés, al margen de una zona designada como Palestina. La geografía de Europa, de Asia y de África, alimentada de nombres clásicos y bíblicos, condicionó la opción en las designaciones del nuevo mundo: la forma de la Luna, extraña, venía reforzada por la familiaridad de la base de analogías con la geografía de la Tierra.

Nuevos nombres en un cosmos antiguo

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