Eric Lindor Fall
Esta mañana, para desayunar, mamá me dio un guijarro.
Es un guijarro blanco, más bien aplastado, con una marca roja en un lado. He decidido chuparlo hasta que se vuelva transparente.
Desde que dejamos la casa hemos caminado, y yo tengo las piernas anaranjadas. Están cubiertas de polvo. Partículas de polvo, unas sobre otras como terciopelo en capas. Es bastante bonito aunque pique terriblemente. A veces, cuando me rasco, me arranco un pedacito de piel. Lo limpio discretamente y, cuando no me miran, me lo como. Es fácil; desde que carga a la abuela, mamá no puede vigilarme. La abuela no es muy pesada, pero al aferrarse a su frente ella obliga a mamá a caminar con la cabeza baja. Papá le enseñó a mamá cómo cruzarle las piernas para que no resbale, pero mamá no quiere.
Cuando cruzamos las piernas de la abuela los huesos salen de sus caderas, su piel cruje.
Es extraño, nadie sangra.
Estamos heridos pero nadie sangra.
Nos topamos con unos soldados. No sé cómo los escuchó papá pero nos acostó en el suelo para que nos dejaran tranquilos. La arena estaba ardiendo y mientras me quemaba yo miraba al cielo. Estaba verdaderamente azul, estoy seguro de que es blando.
Los soldados pasaron, nos levantamos. Todos menos la abuela. Había soltado a mamá y debajo de ella, en la arena, había una manchota negra. Yo pensé enseguida en mi guijarro.
Por suerte no me lo había tragado.
En la noche nos la comimos.
Esperamos, y luego alguien, no sé quién, dijo: “Bueno, entonces, ¿le llegamos?”.