Instituto Literario de Veracruz

La Sirena

La Sirena

El joven corrió de nuevo hasta que llegó a la primera casa del pueblo. La esposa del zapatero estaba parada en la puerta, sus brazos mecían una enorme barriga que se veía a punto de abrirse desgarrándose como una fruta madura.

«¡Es una sirena!» le dijo a la mujer, pero ella estaba perdida en su propio pensamiento y con dificultad lo escuchó, a pesar de que su bebé se sacudió violentamente en su vientre como si se hubiese conmocionado por la noticia. Ella lo recordaría más tarde.

El hombre se metió a la casa y de un cuarto trasero sacó una de esas menudas palas de madera para conseguir carnada. Después regresó por donde vino. Se propuso sepultar a la sirena, incluso si ella aún estaba viva; su determinación lo hizo caminar lentamente, con toda la solemnidad de un verdugo.

Con recato se aproximó a través de la extensión de arena que resplandecía tenuemente como un océano de agua serena. Vio cómo una bandada de gaviotas había arraigado en una estrepitosa multitud, justo donde había estado tendida la sirena; y como él comenzara a acercarse, éstas se elevaron graznando y retornaron planeando al aire.

Sin embargo la sirena se había ido. Ningún rastro de ella excepto por un simple mechón de cabello oscuro que parecía jirones de alga marina arrancada.

A pesar de todo, el hombre cavó un hoyo tan profundo como una tumba: el agua salada se filtró dentro, los lados se derrumbaron y parecieron disolverse como nieve. Como había escarbado la brillante superficie de arena, ésta fue reemplazada por grasosos estratos de fango negro y gris que hedían a vejez y decadencia.

Cuando la zanja estuvo lista, tomó el cabello de la sirena y lo arrojó dentro, cubriéndolo lo más pronto posible y apisonándolo después. Señaló el lugar con una gran roca negra.

Esa tarde se sentó a beber una jarra de cerveza con el anciano pescador, narrando una y otra vez la historia de lo que había visto y lo que había hecho. Por la noche su esposa Sally lo sacudió para despertarlo, pues escuchó el sonido de una mujer sollozando desesperada e inconsolablemente. En el curso de la mañana siguiente murió una vaca; por ninguna buena razón la esposa del zapatero dio a luz a un bebé con una monstruosa cabeza de pez que sólo vivió por unas cuantas horas.

Todos coincidieron en que todo tenía que ser culpa de la sirena y fueron a decírselo al sacerdote para que hiciera algo. Así que el sacerdote fue con el hombre adonde el cabello fue enterrado. Llevaba un cirio pero se apagó con el viento, y tomó una botella de agua bendita para rociarla sobre la arena. Con su fina caligrafía había copiado tres padrenuestros en una pieza de pergamino que colocó bajo la piedra negra mientras recitaba una oración para protegerlos a todos de cualquier mal.

Después de esto las cosas estuvieron tranquilas nuevamente, por un rato, pero como si se hubiera apretado una tapa sobre una olla destinada a derramarse tarde que temprano. La sirena zarandeó el modo de vida del pueblo. La gente esperaba con creciente recelo aquello que pudiera continuar.

El sacerdote tuvo un sueño en el que ella serpenteaba sobre su cuerpo como una enorme anguila y enrollaba su cola alrededor de sus piernas, ciñéndolas con vigor. Cuando despertó estaba llorando.

El hombre que acarició la piel rugosa conservó su imagen, por casualidad, en un resquicio de su mente. Adonde quiera que fuera con su bote esperaba encontrarla centellando entre los peces que atrapaba en sus redes. Buscándola, comenzó a viajar más y más lejos de la costa.

Traducción: Marco Antúnez Piña

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