Instituto Literario de Veracruz

Los misterios de la Naturaleza

Los misterios de la Naturaleza

Czeslaw Milosz

I.- REMEMBRANZA DE UN AMOR VERDADERO

Cuando era un muchacho sentía interés por las cosas que corrían, volaban y reptaban, cosas que crecían, cosas que podían ser contempladas y tocadas: no tenía interés alguno en las palabras. Devoré libros, sí, mas sólo los veía como información acerca de eventos actuales y aventuras, y si me cruzaba con algunas palabras «autosuficientes» (creo que no estoy capacitado para llamarlas de otro modo), como descripciones de sentimientos y paisajes, las tildaba de estúpidas y cambiaba la página. Cada vez que un volumen de poesía caía en mis manos lo repelía con todo y su falsedad al instante. La misma falsedad permeaba las sonrisas, las venias y las charlas huecas entre los mayores; todo lo cual resultaba ridículo, porque creían que nadie notaría que eran sólo hipocresías.

Con todo, en otro contexto, yo era un admirador de las palabras, pero no de aquellas organizadas en frases y sentencias. Siendo un naturalista, colectaba bichos primaverales asfixiados en vapores de formalina y ensartados con alfileres; especímenes de plantas en herbarios; huevos de ave apilados en brozas, obtenidos a costa de arañazos en el rostro y los pies desnudos. Estaba convencido de la especial importancia que tenía mi actividad, y hubiera rebatido como si se tratase de un insulto, cualquier insinuación de que hubiese un intermediario inmiscuido en la experiencia de mi pasión, con mi pareja. Yo era un Romeo, y mi Julieta: la vasta profusión de formas y colores; el particular insecto o el ave que podían embelesarme por días o incluso semanas. Pero como estaba completamente enamorado, permitan que sospechemos debidamente la existencia de un intermediario. Lo que realmente me fascinó al principio fue el color de las ilustraciones en los libros de biología y los atlas; no la Julieta-Naturaleza sino su retrato, presentado por dibujantes o fotógrafos. No sufría poco por esto, sinceramente sufrimiento causado por no poder hacerme de tal extremo: ser el único. Era todo un romántico amante no correspondido, hasta que hallé la manera de disipar esa invasión de deseos, para hacer mío al objeto amado: nombrarlo. Hice columnas en gruesos cuadernos de notas y los llené con mis pedantes categorías familia, especie, género hasta llegar a los nombres; el sustantivo se transformaba en uno con lo que significaba. Así que esta emberiza citrinella no vivía en espesuras sino en un espacio ideal fuera del tiempo. Fue un furioso aristotelismo durante el cual todo debía ser catalogado. Estaba repitiendo los procedimientos para ordenar el mundo que me rodeaba, como si niñez, pubertad y juventud hubiesen correspondido de hecho a las fases a través de las cuales ha pasado la humanidad. Por otra parte, mi pasión tuvo rasgos claramente varoniles; expresaba la ira masculina para demarcaciones, definiciones, y conceptos más fuertes que la realidad, un enfado cuyas únicas armas eran algunas espadas, lanzar a los otros a las mazmorras y depositar la fe en las guerras santas.

Este amor tuvo un final triste como la mayoría de los romances. De repente nuestros ojos se vieron purificados por una poción que desvaneció el hechizo: advertí que elevamos a una sola entidad por encima de todos los demás principios para que sea vista objetivamente, subordinada a las reglas que operan por igual para todas las criaturas con dos brazos y piernas. Una suspicaz reflexión crítica, y lo que había sido un haz de colores, una vibración indiferenciada de luz, instantáneamente se tornaba en características establecidas, hasta caer en el gobierno de las estadísticas. Así que mis aves reales se volvieron ilustraciones de un atlas anatómico cubierto por una ilusión de adorables plumas; las fragancias de las flores dejaron de ser regalos extravagantes, volviéndose parte de un plan calculado impersonalmente: ejemplos de una ley universal. Entonces terminó mi niñez. Lancé lejos de mí mi cuaderno de notas, demolí el castillo de papel donde había residido la belleza, detrás de una celosía de palabras.

La consecuencia práctica de mis pasiones fue un extenso vocabulario para las plantas, animales y aves de mi nativa tierra nórdica. Mi emigración de Europa, sin embargo, ocurrió en una época cuando mi afición por los nombres me había abandonado, hasta para reconocer las variedades de las especies americanas con las otras: las europeas sólo me hacían pensar en mi propia vida (migración de las inflexibles divisiones y definiciones hacia una armonía con el fluido y el indefinido). Pero la verdad es que siempre estoy fastidiado por un motivo pseudo-musical tocado con nuevas variaciones. He conocido sólo un tipo de pino; un árbol de pino era un árbol de pino, pero aquí repentinamente había el pino de azúcar, el pino ponderosa, el pino Monterrey y así continúa diecisiete especies, todo está dicho. Cinco especies de picea, seis de abeto, el rival de más tamaño de las sequoias, no era completamente un abeto de tal manera que su nombre en latín no era picea o abies, sino pseudotsugo. Muchas especies de cedro, alerce, enebro. El roble, el cual había creído que era simplemente un roble, siempre eterno e invencible en cualquier parte con toda su roblesa, se había multiplicado en América en algo así de dieciséis especies, reclamando aquellas cuya roblesa se cuestionaba más allá que la de los demás, viniendo a ser tan confuso que resultaba difícil decir correctamente si eran laureles o robles. Similares pero diferentes, los mismos pero no idénticos; todo esto nos lleva a pensamientos no esenciales pero ¿por qué no admitirlos? Por ejemplo, ¿Qué fuerza está funcionando aquí, qué origen? ¿Una ley universal, la esencia del árbol? Y ¿contiene el principio la esencia del pino, del roble? ¡Oh clasificaciones! ¿Existen sólo en la mente o, a pesar de todo, también fuera de la mente? Los arrendajos chillan fuera de la ventana, ¡si sólo fueran sójki! pero son arrendajos azules o arrendajos estelares, negros en la parte superior, de pecho azul con la cresta negra: sólo los gritos, la rapacidad, la audacia; son los mismos que los de sus compatriotas, que se encuentran a miles de millas en mi tierra natal, ¿Qué es la arrendajedad? La brevedad de su ciclo de vida y su repetición inadvertida a través del milenio, y que exista algo como “ser un arrendajo” o “ser un arrendajo estelar” contiene, creo, algo asombroso.

II. LA MUJER COMO REPRESENTANTE DE LA NATURALEZA

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