Instituto Literario de Veracruz

Los misterios de la Naturaleza

Los misterios de la Naturaleza

II. LA MUJER COMO REPRESENTANTE DE LA NATURALEZA

No fue hace mucho tiempo que Schopenhauer fue ampliamente leído en Europa y el dolor de la existencia fue una pieza establecida por los poetas. Una predilección marcada por ese tema fue demostrada por muchos jóvenes; para ellos nuestra sujeción al instinto, la insidiosa voluntad de vida fue encarnada por los misterios del sexo, el demoníaco poder de la mujer. Sus gritos de desesperación, a menudo intencionalmente divertidos, atestados de la mutación sufrida por el viejo temor medieval a la tendencia de Eva a pactar con la serpiente, temor que ha coexistido por siglos perfectamente bien con las populares y obscenas bromas acerca del cuerpo de la mujer. Incluso aunque encontráramos este patetismo metafísico (fechado digamos en 1900) no debemos despistar algo entretenido de nosotros mismos, porque todavía pertenecemos a la misma familia espiritual, y un gran número de trabajos considerados belles lettres son, en esencia, una venganza contra la existencia, una furiosa propuesta atendida por una escritura obscena y sin ánimos.

Desafortunadamente nuestra vergonzosa juventud constantemente renueva este patrón. Y no importa cuánto nos gustaría evitar el antiguo anti-feminismo, los momentos de revelación elemental no son fácilmente olvidados (lo cóncavo no es lo mismo que lo convexo, un campo arado no es igual al granjero que lo ara). Está el jovencito que se enamora de la Naturaleza, la cual se le revela como muy colorida, mágica, hechizante, y el que se enamora de una mujer, una jovencita del vecindario y quién sabe, quizá tan esotérica, vegetal, avicolar e insectivamente, que podría darle sus hierbas y su colección de mariposas si ella se los pidiera. Entrar en la adolescencia significa inscribirse al temor, el temor a la naturaleza, el temor a la mujer, quien es revelada como una representante y una aliada del implacable orden del mundo. Incluso la división en dos sexos contiene algo inexplicablemente arbitrario: ¿por qué dos y no cinco? Pero son dos y ellos resultan en un niño, material listo a ser transformado en el dogma de la Trinidad y la triada dialéctica. Si sólo fuera posible dar a uno mismo, confiar y ser confiado: perderse en el otro. Mas ¿cómo si tal otro, igual que la Naturaleza, es evasivamente atrayente? y aunque despierte el deseo de deshacerse de la conciencia, ¿no será poseída finalmente sólo por la violencia reflexiva? El Valle Celestial parece estar ahí para hundirnos, para olvidarnos. Pero no es así: está esperando por la lanza del cazador, el agobio, el grotesco acto del conquistador quien, cuando aspira a su felicidad inicial para pasar más allá del pensamiento y el control, no es libre de abandonar ni el pensamiento ni el control.

Una mirada a través de las pestañas que no dura más de un instante, un segundo quizá, pero que revela otra conciencia, expectante, a la espera, encubierta de sí misma (tales miradas abrieron la caja de Pandora a más de un joven en su primera juventud). El rocío solar florece cerca del insecto que ha sido poseído, y agrega deslizamientos entre las flores; un halcón parte a otro halcón en pedazos lo necesario, lo irreversible ¿y quién ha soñado alguna vez comunicarse con la Naturaleza de otra forma que no fuese por medio de la conquista, la competición, donde la fuerza es de los ganadores, y la debilidad de los perdedores? Si hay un adolescente entre adultos, aquellos más maduros que él sienten su inseguridad, vulnerabilidad, rechazo, exclusión y, después del crepúsculo, mientras ellos bailen en la veranda envueltos en una pegajosa aura erótica, él escapará del lago; tomará su bote y remará solo por cuatro horas en la noche.

Con sonrisas ofensivas los adultos acentúan su propia superioridad, y lo que llaman «conocimiento de la vida» no significa más que la iniciación en la arcana técnica sexual. Finalmente, nos convertimos en uno de ellos y nos reconciliamos con nosotros mismos diciendo que así es como va. La indiferencia que requiere la supervivencia, embota nuestra ira hacia el común correr de las cosas. Tarde o temprano el temor hacia las mujeres también desaparece, aunque ciertamente no para todos. Mucha gente se mantiene fiel a la herida, desganadamente adolescente en ellos mismos y, en el centro de sus corazones, admite la justicia de sus exigencias cómicas e imposibles.

Amor feliz, calor mutuo, sinceridad mutua, confianza mutua. ¿Pero no es la fuerza triunfal del varón la base de esa unión: la vigorosa bravura del labrador que cultiva el Valle Celestial? Eso no basta (porque si bastara, las relaciones humanas serían demasiado simples). Pero ¿puede el amor vivir en sí mismo por mucho tiempo sin la fuerza varonil? ¿Y no el adolescente en nosotros, mientras nos envidia, podría sonreír con amargura, porque también él desearía ser amado sólo por él y no por sus atributos exteriores masculinos, que son concedidos o negados por la oportunidad? ¿No esperaría él una hermandad de espíritus puros, por la espada puesta en la cama entre Tristán e Iseo?

Naturaleza… si sólo fuera posible ubicarla fuera de nosotros mismos: un fondo contra el cual poder interpretar nuestras trágico-comedias. Desafortunadamente, nos alcanza en nuestros más íntimos parajes. Y si alguien admite tener una vieja rencilla que arreglar con ella, debería, al menos, merecer algo de tolerancia.

Traducción: Marco Antúnez Piña

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