Instituto Literario de Veracruz

Flaubert y el libro sobre la nada

Flaubert y el libro sobre la nada

Flaubert, amargo y burlesco profeta, veía nacer de su presente un futuro imbécil, y advertía la tendencia general de la civilización moderna a vaciarse de toda sustancia para reducirse -en todos los sectores, del arte a la ciencia, a la política- a un formalismo irreal que degrada el ideal de la forma -ascética, pero vibrante de vida y de nostalgia por la vida- a simple corrección formal del pensamiento, del discurso y de la organización social. El asunto inexistente o casi invisible del proyecto del libro sobre nada, es también el vacío resonante de la palabrería sobre la cual se construyen las civilizaciones y las sociedades, la vacuidad a la que se pliegan y doblegan las palabras y las creencias, los arrogantes programas y los triunfos ideales; es el terreno falso sobre el que se erigen las ciudades, los estados y las iglesias, las verdades y las filosofías; es esa inexistencia  de un fundamento que lleva a convertir la entera realidad en uno de esos Entes Públicos que sobreviven a las necesidades para las cuales fueron creados, y siguen funcionando, a la perfección y sin ningún objeto.

De este nihilismo, pomposamente envuelto en esperanzas y promesas, Flaubert fue el crítico implacable y definitivo. Pero Flaubert dirigió su escarnio también contra sí mismo, a su propio apasionamiento elocuente y romántico, para dar a su sentimiento la verdad de la distancia y salvarlo de la falsedad de la inmediatez declamatoria. En autobiografía de Careme, el gran cocinero de Talleyrand, había aprendido que el arte de la cocina, y su asiduo ejercicio, curaban de una desmedida inclinación a ser goloso. El estilo, al cual Flaubert sacrifica su misma existencia, no pretende producir esas pretenciosas y autosuficientes maquinarias lingüísticas que celebran los literatos de vanguardia con un jubilosa presunción, parecida al estólido entusiasmo de Bouvart y Pécuchet por la química, la mitología celta y el espiritismo.

El estilo es una manera absoluta de ver las cosas en su esencia, es el modo de reencontrarse con la vida, en su sentido conmovedor y secreto que relampaguea solo cuando se superan las efusiones sentimentales, las acrobacias intelectuales y los ornamentos estetizantes. Este estilo es el fruto de una fatiga y un sufrimiento inimaginables, de un rigor que obedece a la sentencia evangélica, según la cual solamente quien está dispuesto a perder su propia vida podrá salvarla. Normando Sanguíneo, amante de los placeres fuertes y poco inclinado al sacrificio, Flaubert intuyó la brecha que se abrió, en la edad moderna, entre la existencia y el significado que debería iluminarla, entre vivir y escribir, aunque es precisamente la nostalgia de la vida verdadera y no vivida la que lo induce a escribir.

El asunto imperceptible del libro Es la vida de verdad en su trascurrir y en su desvanecer, que se sostiene por sí sola ya que posee en sí misma, en el chisporroteo de su fluir, su propio sentido inexplicable y fugitivo, que no se deja aprisionar por ninguna imagen, pero que la envuelve en un aura vibrante de ecos y de llamados que parece arrastrarla y llevársela lejos. El asunto invisible es el tiempo que pasa, el hilo que se desenreda en los minutos, en las horas y en los años. La educación sentimental, aparecida en 1869 (Flaubert había escrito una primera versión en 1845, muy distinta y anclada en el contraste entre realismo y tono lírico), es la novela del tiempo, que forma y disemina la individualidad, y la novela del amor, el doloroso antagonista de Cronos.

Es la historia del joven Frédéric Moreau, de sus intentos por escalar socialmente, de sus ilusiones y de sus desilusiones, que son las mismas de toda su generación, completamente fracasada, a los ojos de Flaubert, en todos los frentes -sentimental, intelectual y político- y fatalmente dirigida a la obtusa monarquía de julio, a la trágica farsa del 48 (al menos para Flaubert), a la corrupción del Segundo Imperio y a la catástrofe de 1870-71. La novela es la historia de la pasión de Frédéric por Madame Arnoux, nunca realizada y nunca apagada, tema dificilísimo, desarrollado con maestría absoluta, rostro universal del amor posible, entrevisto y soñado, pero no vivido.

El tiempo, que une y separa casualmente a los hombres, conduciéndolos en el momento equivocado al encuentro con la felicidad, vuelve absurdo e incoherente todo suceso, pero Flaubert -notaba el joven Luckács- ha logrado el milagro de darle un sentido a la insensatez de la vida, de evocar todo lo que ella nos quita después de haberlo prometido, de narrar la odisea de los hombres modernos expulsados del paraíso terrenal, de una duradera patria de valores, y abandonados a la fugacidad. Sin duda no se puede leer La educación sentimental «sin interrupción», como fantaseaba Kafka, porque en el libro, observaba Proust , es importante también lo que no se dice, lo que se calla, los espacios en blanco y los intervalos vacíos que se desvanecen entre un capítulo y otro, el tiempo perdido y muerto, que se ha colado en vano a través del entramado de la historia.

Quizás ni siquiera Proust logró representar con igual intensidad el transcurrir del tiempo, que teje y desteje la vida y el amor; o al menos Flaubert, que en sus noches de trabajo obsesivo pagó a la escritura un precio no menos alto que el de Proust, disimuló mejor tal esfuerzo, lo resolvió y disolvió en la representación de la encantadora simplicidad de la existencia, cuyo rostro más hermoso y más leve es quizá el de Rosanette, la cortesana apasionada y voluble, tierna y maternal, superficial y magnánima, adorable cuando baila en las fiestas galantes, y también cuando, ya envejecida y gorda, adopta un niño.

Negándose a imponerle a … (seguir leyendo)

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