Instituto Literario de Veracruz

La bella muerte y el cadáver ultrajado

La bella muerte y el cadáver ultrajado

La hébe que Patroclo y Héctor pierden al mismo tiempo que sus vidas y que poseían con mayor plenitud que otros kouroi, de menos edad sin embargo, es la misma que Aquiles ha preferido al optar por una vida breve, la misma con lo que, en virtud de su muerte heroica, de su muerte a edad temprana, estará para siempre investido. Si la juventud se manifiesta en la figura viva del guerrero por el vigor, bíe, la potencia, krátos, o la fortaleza, alké, en el cadáver del héroe caído, ya sin el menor vigor ni vida, su esplendor sigue compareciendo gracias a la excepcional belleza de ese cuerpo ya para siempre inerte. El término sóma designa precisamente en Homero al cuerpo del cual se ha retirado la vida, a los despojos de alguien difunto. En tanto que el cuerpo está vivo, es entendido como una multiplicidad de órganos y de miembros animados por las pulsiones que les son propias: es el espacio donde se despliegan y a veces se enfrentan los impulsos, las fuerzas contrarias. Será con ocasión de la muerte, cuando se encuentra desierto, cuando el cuerpo adquiera su unidad formal. De sujeto y soporte de diversos tipos de acciones, más o menos imprevisibles, se convierte ahora en puro objeto para el otro: si antes fue objeto de contemplación, espectáculo para la mirada, ahora pasa a ser objeto de atenciones, lamentos, ritos funerarios. El mismo guerrero que en el curso de la batalla podía mostrarse amenazador, terrorífico o consolador, provocando el pánico y la huida o incitando al ardor y al ataque, desde el momento en que cae en el campo de batalla se ofrece a las miradas como una simple figura cuyos rasgos sólo a duras penas resultan reconocibles; se trata de Patroclo, se trata de Héctor, pero reducidos ya a mera apariencia exterior; al aspecto singular de sus cuerpos reconocible para el otro. Ciertamente, entre los vivos la prestancia, gracia y la belleza juegan un papel importante como elementos de su personalidad; pero en la figura del guerrero en acción esos aspectos quedan en cierto modo eclipsados por los que la batalla deja en primer plano. Lo que resplandece en el cuerpo de los héroes no es tanto el brillo fascinante de la juventud como el bronce de que están revestidos, el destello de sus armas, su coraza y su casco, el fuego que emana de sus ojos, la irradiación de un ardor que les abrasa (Ilíada XIX). Cuando Aquiles aparece de nuevo en el campo de batalla tras su larga ausencia, un atroz terror se adueña de los troyanos al verle «reluciente en su armadura» (Ilíada XX). Ante las puertas Esceas, Príamo gime, se cubre el rostro, suplica a Héctor que se esconda a su lado al abrigo de las murallas: es el primero que ve a Aquiles «brincando sobre el llano, resplandeciente como el astro que llega a finales del otoño y cuyo fuego cegador brilla entre estrellas sin nombre, en el corazón de la noche. Es llamado el perro de Orión y su destello resulta incomparable. (…) El bronce resplandece con parecida intensidad alrededor del pecho del agitado Aquiles» (Ilíada XXII). Y, cuando el mismo Héctor contempla a Aquiles, cuyo bronce reluce «semejante al resplandor del fuego que arde o al sol que asciende», se siente transido de terror; por eso emprende la fuga (Ilíada XXII). Es necesario distinguir entre este resplandor activo que emana del guerrero vivo provocando el terror, entre su sorprendente belleza, entre el brillo mismo de su juventud una juventud que la edad no puede marchitar y el cuerpo del héroe abatido. Apenas la psykhé de Héctor ha abandonado sus miembros, «dejando atrás su vigor y juventud», Aquiles le despoja de las protecciones de los hombros. Los aqueos acuden en tropel para poder ver a ese enemigo que más que ningún otro les había herido y de seguir golpeando todavía por algunos momentos su cadáver. Acercándose al héroe que para ellos ya no es más que sóma, mero cadáver insensible e inerte, lo contemplan: «Admiran la estatura y la envidiable belleza de Héctor» (Ilíada XXII), una reacción para nosotros sorprendente si el anciano Príamo no nos diera la clave, al oponer la muerte lamentable y horrorosa de los viejos a la bella muerte del guerrero acaecida en su juventud. «Al joven guerrero (néoi) muerto por el enemigo, desgarrado por el agudo bronce, todo le sienta bien; incluso muerto, todo lo que de él aparece es bello». (Ilíada XXII)

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