Instituto Literario de Veracruz

Ser traducido o la translación del cabello de la Virgen María

Ser traducido o la translación del cabello de la Virgen María

El proceso de traducción encuentra un lugar difícil entre aquellas muchas actividades que separan al libro de su autor, ubica al primero ante sus lectores potenciales y vuelve a lanzar al último como a una marioneta charlatana en servicio. En pocas palabras, una publicación. Llena de malentendidos y paranoias, la traducción es el hecho que vuelve incontrovertible la transición de un libro de la privacidad de la imaginación de un escritor al campo público de la cultura y el mercado. Mis traducciones editadas son, muy literalmente hablando, extrañas para mí.

Pero pagaron mi casa.

La traducción como objeto, por el cual me refiero al libro traducido en vez del proceso por el que llega a existir, hace ricos a los escritores y hace felices a los lectores. Entre las actividades por las cuales los escritores se comprometen a la búsqueda de un dólar extra (poniendo el trabajo de alguien ante la mayor audiencia posible), vendiendo los derechos de traducción es en principio una impresión de lo más rentable y lo menos banal. No inmiscuye al escritor en relatos tristes de su niñez enviado a sutiles periodistas compasivos, o recitales de su trabajo a una audiencia de un solo dígito o discusiones manufacturadas con críticos cuidadosamente seleccionados. Sin embargo, cierra la puerta a sueños esotéricos y sigilosamente guardados.

Imaginen esto: un libro muy bueno, cuyas expectativas tuvieran el poder para hacer voltear la envilecida escoria retórica de sus mejores análisis en verdades. En vez de ser persuasivo, lo cual significa que su autor ha hecho un intento por construir una historia, en realidad es persuasivo. En vez de ser hermosamente escrito, lo cual significa que contiene adjetivos, en realidad está hermosamente escrito. Y en vez de ser «una de esas cosas menos cocidas, necesariamente un libro» (significa  que el autor está casado con su revisor), su historia tendrá, de hecho, la fuerza, relevancia y claridad, que juntas suman todo lo que es necesario. En vez de instantáneamente ir por treinta o más ediciones traducidas, su máxima perfección dará lo perfectamente intraducible. ¿Qué es lo que sigue?

Estoy seguro que aquellas anécdotas vagamente fundadas reuniendo los trabajos de los lectores delicados, que aprenden ruso para leer a Pushkin o español para leer a Cervantes o finés (esto resulta menos creíble) para leer el Kalevala, son todas apócrifas. Sin embargo, este libro de nociones sería tan bueno (lo cual significa: persuasivo, hermosamente escrito y necesario) que los lectores de todo el mundo, instantáneamente y en masa, tomarían por igual el ser un lector de libros así como el voto de fe. Ellos comenzarían estudios diligentes en cualquier idioma en que pueda ser escrito por el solo propósito de leer este maravilloso tomo.

En vez del libro que propone un viaje arriesgado para sus lectores, donde quiera que estén y cualquier idioma que puedan hablar, imagine a los lectores impulsándose a sí mismos furiosamente a través de la espesura de la gramática desconocida, los verbos irregulares, el lenguaje coloquial, el vocabulario arcano y muchas otras cosas, mismas que una vez le permitieron a un amigo mío describir a la traducción, así de simple: «infierno». Finalmente habiendo batallado con su impaciencia hasta que su eficiencia bastó para estas delicadezas extraordinarias del libro y sus matices, ellos lo abrieron y comenzaron a degustarlo y devorarlo en un festín bien merecido que tenían ante ellos…

El Papa Bonifacio IX trató de prohibir la translación de los restos de santos como los Papas sucesores trataron de controlar la traducción de la Biblia. Todos fallaron, y pies momificados, dedos, prepucios, incluso la palabra de Dios, fueron transferidos de Roma a las iglesias más lejanas del Cristianismo. Las paranoias de los escritores son idénticas a las del Papa Bonifacio. Ellos sospechan y resienten la descentralización, la interpretación, la translación, lo que sea que aleje al libro de ellos. Pero el entendimiento, cultural o espiritual es siempre hacia el exterior, alejado del centro. La tendencia general es expandirse.

Aún pienso que un deseo simple alumbra en la niebla de paranoia que envuelve al escritor traducido. A todos les gustaría escribir el libro imposible: el libro que jalara a los lectores a ahogarse en su mundo e idioma como Roma jaló peregrinos a sus iglesias. Esto es, por supuesto, una fantasía sentimental, pero su corolario es aún peor. Como escritor traducido es posible convencerse a sí mismo de que uno ya ha escrito dicho libro, a excepción de que veinte traductores curiosos ya le hubiesen puesto las manos encima. Si no hubieran tocado el texto el argumento pasaría a ser que el escritor sería considerablemente menos leído o bien (tentadora alternativa) universalmente reconocido como el mejor escritor del planeta.

A pesar de la improbabilidad de este escenario hipotético, el alto grado de paranoia por parte de los autores sobre el hecho de ser traducidos viceversa con los traductores parece irresoluto, y quizá no sea muy importante para la disparidad, que cualquiera pudiera tener la razón; tanto así como que la Virgen María emergiera viva, sana e intacta (excepto por un corte de cabello) de un sagrado cristal semiesférico que una vez fue colgado en el cuello del emperador Carlomagno.

El único camino real para salir de este incómodo acertijo es traducir uno mismo su propio libro, pero, dejando a un lado la mentalidad loca requerida, esto envuelve una peculiaridad lingüística doble, la cual fue tratada por Hilaire Belloc en una conferencia que ofreció en 1931: «hay un cierto grado de familiaridad con el alemán, lo cual lo vuelve incomprensible para un hombre inglés, especialmente en el campo de la teología. Hay un cierto grado de familiaridad con el francés, lo cual hace a la oración inglesa  más proclive a traducir un francés innatural y menos ridículo.» Si esto parece confuso, aquí hay una paráfrasis (si bien inconsciente) ofrecida por el sargento de Hill Street Blues,  unos cincuenta años más tarde:

«Recuerden, estén al pendiente allá afuera».

Desafortunadamente, el escritor traducido puede tener cuidado o atreverse, pero no ambos.

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