Instituto Literario de Veracruz

Apología de las tortugas

Apología de las tortugas

Ahora quisiera entrar en un terreno un poco más complejo. Cuando uno oye a los cuentistas hablar de su arte, hay una palabra terrible que suele aparecer en un momento o en otro: la verdad. Los cuentistas (los cuentistas de esta tradición chejoviana, que tiende a excluir lo fantástico y la fábula) sienten una especie de obsesión infantil por ese momento de revelación en que sus personajes comprenden o dejan de comprender algo esencial, ese momento en que la vida de un hombre cambia para siempre. La poética de la epifanía en Dubliners, que acaso es el mejor libro de cuentos de su lengua, funciona en este sentido, y NadineGordimer habla del «discreto momento de verdad al que apunta» un cuento. Me gusta la palabra discreto en esta frase: en el cuento no hay verdades con mayúscula, sino verdades que lo son dentro de las reglas de juego que ha impuesto el propio cuento a sus desdichados protagonistas. Pues bien, es en ese momento que los cuentistas se juegan la vida, y es fascinante ver los trabajos inhumanos por los que pasan para ponerlo en palabras. En la pared, junto a su escritorio, Carver tenía una frase de un cuento de Chéjov, anotada en una tarjeta bibliográfica: «Y de repente, todo se volvió claro para él». A Carver lo fascinaba la simpleza de esa frase: un recurso que Chéjov nos robó para siempre, pues ya nadie pudo ni podrá resolver un relato de esa manera. Lo cierto es que resulta deslumbrante la cantidad de veces que aparece el verbo «comprender» en los últimos párrafos de los cuentos. En «La dama del perrito»: «Y ambos comprendían que aún quedaba mucho camino hasta llegar al fin»; en «El muerto», de Borges: «Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado»; en «SolusRex», de Nabokov: «R comprendió que su confusión no había pasado desapercibida». Y en dos cuentos de Los gallinazos sin plumas, de Ribeyro, aparece la frase «se dio cuenta que», sin duda equivalente.

 

Son palabras que hablan de sucesos que ocuparían un par de segundos en tiempo real, pero que deben justificar siglos enteros de narrativa conducida a iluminarlos o a producirlos, y ello se debe, entre otras, a razones técnicas: mientras que la novela tiene un clímax al que todo acude, el cuento es su propio clímax; o, para no ser tan drásticos, el cuento es el clímax de una historia que no se cuenta, pero que debe estar contenida en él. En esto, quizá, radica su tremenda dificultad. Cortázar (cuyas mejores novelas son hoy poco más que una pataleta de época, y cuyas peores novelas ya no existen) decía que la novela era como el cine y el cuento como una fotografía; siempre me ha gustado pensar que esa fotografía es tomada de noche, y con flash, de manera que antes y después de ella todo es oscuridad; y en el buen cuento, para mezclar metáforas, ese instante de luz comenzará pronto a dar vueltas, como un faro, iluminando la otra historia, la historia contenida. El novelista es amigo y aliado del escepticismo: es un incrédulo terminal, un desconfiado. El cuentista, en cambio, persigue un tránsito efímero, pero imprescindible, entre la relativa ignorancia y el relativo conocimiento. No se puede escribir un buen cuento sin creer en algo; en cambio, una novela queda viciada a partir del momento en que el autor deja de ser escéptico. (Tolstoi, cuya fe en la humanidad estuvo a punto de arruinar el final de Ana Karenina, nos ha dado varios ejemplos). Al mismo tiempo, todos sabemos instintivamente que uno de los atractivos de los buenos novelistas es su visión del mundo, y vamos a sus novelas para recuperar esa percepción; en cambio, en el cuento es inútil buscar una voz, un mundo según Sherwood Anderson o según Malamud. Por supuesto que ese mundo es bien visible en el cuerpo de sus historias, en cada volumen publicado; pero lo que quiero decir es que un cuento, individualmente considerado, no da tiempo ni espacio para explayar esos lujos, y sugiere que el buen cuentista ha sacrificado las fascinaciones de una voz hipnótica o los virtuosismos del tono en pos de valores más inmediatos. El cuento contiene una verdad, pero excluye una visión. Ésta es apenas una de las paradojas que lo agobian.

 

Publicar cuentos nunca ha sido fácil. Mientras escribía mi libro, me acostumbré a leer las correspondencias de los cuentistas que admiro, concentrándome en la época en que intentaban publicar sus volúmenes y resistir lo mejor posible la presión por hacer una novela. Chéjov, por ejemplo, trató de escribir una novela corta por sugerencia de un amigo. «Como no estoy acostumbrado a escribir nada largo y me da miedo escribir en exceso, cada página me sale tan compacta como un pequeño cuento». Joyce tuvo más problemas para publicar Dubliners que Ulysses, y William Gass tardó siete años en publicar un cuento largo que es -ahora lo sabemos- casi perfecto: «ThePedersenKid». No sé a ustedes, pero a mí me resulta sospechoso que, a pesar de la hostilidad del sistema editorial y de los desencuentros con los lectores, los escritores sigan escribiendo cuentos. Tal vez podamos desechar por un momento la idea de que todo artista es un mártir y aventurar eso que también se ha dicho muchas veces: que un cuento logrado proporciona un grado de satisfacción emocional y estética directamente proporcional a la dificultad que implicó escribirlo, tanto para el escritor como para el lector. El buen cuento está cercano a la liturgia: conserva de su antecesor, aquel tale, un cierto contenido mítico, pero acaba entregándole al lector una experiencia humana y concreta de intensidad incomparable o sólo comparable a la de la poesía lírica. Y un buen libro de cuentos es esa experiencia ampliada por una caja de resonancia: no es una sucesión de paneles, como el Jardín del Bosco, sino una serie como las Meninas de Picasso, donde la suma de las partes es más que el todo, pero donde nada está de sobra. Lo que el cuento hace mejor, ninguna otra forma literaria puede hacerlo mejor que el cuento. Un buen cuentista debe ser, por las características mismas del género, un estilista brillante (pero al cual le importa poco que eso se note), un observador agudo y un arquitecto virtuoso. Es un mago, pero un mago que juega sin trampas, con las mangas arriba y todas las cartas visibles sobre la mesa. Son raros los buenos cuentistas que hacen depender su arte del recurso frívolo de la sorpresa final, como O. Henry o Cortázar. Alguien dijo una vez que los cuentos de Chéjov eran sólo la parte del medio, como una tortuga. Y Chéjov mismo escribió: «Cuando se ha terminado un cuento, uno debería borrar el principio y el final». Yo he notado que hay un tipo de lector al que las historias-tortuga molestan mucho. Ese tipo de lector está perdido para el cuento. El público prefiere las novelas a los cuentos, según Todorov, porque cuando se lee un trabajo corto no hay tiempo suficiente para olvidar que se trata de «literatura» y no de la «vida». Ese tipo de lector, que busca hundirse en una historia más que ser elevado por ella, también está perdido para el cuento.

 

Al final resulta que el cuento, como sus personajes, permanece solitario. «Lo más triste del cuento», escribió Frank O’Connor, «es el entusiasmo con que intentan escapar de él quienes mejor lo escriben». Esto es visible en los títulos de libros de cuentos recientes: La gran novela sobre Barcelona o La novela del siglo. Y a pesar de que los casos de Borges o Tobias Wolff lo desvirtúen, hay algo inquietante en el lamento de O’Connor. Puedo decir, por lo pronto, que me encuentro en el proceso de escribir una novela -y en su momento escribiré también una apología de ese monstruo contaminado. Pero me temo que después de esos espacios abiertos sentiré un pequeño malestar agorafóbico, y con él la necesidad de volver por un instante, antes del monstruo siguiente, a la soledad cariñosa de mis relatos.

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