Instituto Literario de Veracruz

Apología de las tortugas

Apología de las tortugas

Juan Gabriel Vázquez

 

Mientras que anunciar la muerte de la novela es una especie de peaje intelectual que cada generación debe pagar, nadie nunca se preocupa por la muerte del cuento, y miraríamos a quien lo hiciera con cierta compasión, como si hubiera perdido un poco la perspectiva de las cosas o ignorara las prioridades adultas de la literatura. El cuento no se muere; tampoco ha gozado nunca de ningún tipo de apogeo. De la misma forma, el cuento no ha recibido ni una mínima parte de la reflexión crítica que ha merecido la novela, y sin embargo en ningún otro arte es tan amplio el cuerpo de reflexiones de los mismos autores sobre su oficio. Creo que hay una razón para ello: no se puede ser escritor de cuentos, ni siquiera de cuentos malos, sin un conocimiento profundo de ciertas herramientas técnicas, de cierta información histórica, de ciertos descubrimientos teóricos. Poe, Chéjov, Quiroga, Flannery O’Connor, Hemingway, Tobias Wolff: todos ellos han sentido la necesidad, ya sea en forma de iceberg o de decálogo, de teorizar sobre su práctica. Más que para beneficio del lector, sospecho que lo hacían para aclararse ellos mismos, como la vieja dama de Forster que decía: «¿Cómo puedo saber lo que pienso hasta ver lo que digo?» Pero lo que importa es otra cosa. Cuando Poe, en su célebre reseña de Hawthorne, habla de la «unidad de efecto o de impresión» del cuento; o cuando Chéjov hace de un estado de ánimo, más que de la trama, el eje de un relato; o cuando Joyce, en cartas a su hermano Stanislaus o en un pasaje de Stephen Hero, explica su concepción de la epifanía, lo que ocurre en la historia de la ficción en prosa es equiparable a la invención de la máquina a vapor o al descubrimiento de la penicilina.

Quizá sea bueno en este punto, para evitar confusiones, que explique un poco cuál es el cuento del que hablo. Harold Bloom dice que el cuento moderno es chejoviano o kafkiano; en la primera genealogía escribe Hemingway, y en la segunda Borges. Tal vez los sorprenda a ustedes algo que debería sorprenderlos: el hecho de que un género, como lo explica Bloom, tenga poco más de cien años. El cuento moderno es prácticamente contemporáneo del cine: un arte sin tradición, cuyo canon se forma a cada segundo. Yo tengo para mí que hay tanta diferencia entre el cuento que practicamos ahora y su antecesor, la forma que en inglés se llama tale, como entre la Ilíada y La guerra del fin del mundo. En inglés se distingue el tale del short story; nuestra lengua no tiene términos similares, y en esto va un poco el malentendido que siempre ha rodeado al género. Por tale yo entiendo una narración relativamente breve, de contenido casi siempre fantástico, no pocas veces con moraleja o lección implícita y en la cual lo importante es la voz que cuenta, al estilo de Cuentos de la Alhambra, de Irving (todo esto sin perjuicio de que Isak Dinesen haya revivido esta forma en colecciones como Seven Gothic Tales; pero Dinesen es, lo sabemos, un anacronismo). Y luego hay un momento, acaso hacia la segunda mitad del siglo XIX, en que lo sobrenatural va quedando de lado, va siendo reemplazado por una cierta pretensión de realismo, y los personajes asumen su propia conciencia. En este punto está Bartleby, que actúa como una bisagra en la historia, y luego aparecen los primeros grandes maestros: Maupassant, Chéjov. Éste es el short story, una especie tan distinta de la novela como la épica o el ensayo, un relato corto que es más -mucho más- que un relato que no es largo, y cuya definición suele arrojarnos, como acaba de hacerlo conmigo, a la tautología o al didacticismo. Pues bien, parecería casi ridículo llamar ambas formas con el mismo nombre, y sin embargo nuestra lengua lo hace.

Ese relato que Bloom llama chejoviano, el que me ha deparado mayores satisfacciones y el que he practicado hasta ahora (ya se sabe que escribimos, en parte, para imitar lo que nos ha deslumbrado), es tal vez la máquina literaria mejor dotada para tratar cierta condición del hombre moderno; ese relato, que yo prefiero llamar impresionista, es también, por naturaleza, una forma en desacuerdo y en conflicto con su personalidad. Anotaré una de las razones posibles de ese desacuerdo.

Como ha dicho Frank O’Connor, el relato corto es una forma individualista, despegada de los grandes movimientos de la sociedad, independiente de las fuerzas económicas y sociales que mueven las novelas de Jane Austen o Dickens (o Vargas Llosa o DeLillo). Ocupándose del Decamerón, también Schlegel opinó que los relatos deben ser capaces de interesar «sin referencia alguna a las naciones, los tiempos, el progreso de la humanidad». Así es: por las limitaciones que le impone su propia extensión, el relato corto involucra personajes desprovistos de telón de fondo, solitarios o marginales, personajes fuera de la ley social. El mal lector, ése que lee, a pesar de la sanción de Nabokov, para identificarse con los personajes, no logra hacerlo con el marginal y el solitario, y un buen cuento nunca llenará sus expectativas; este lector, además, encontrará reprobable que el cuento se regocije en su condición de exiliado, que se muestre tan ostentosamente libre de los complejos compromisos sociales que la novela echó sobre sus hombros en cierto malhadado día. (Ni siquiera en los sesenta se habló de cuentistas comprometidos, o del compromiso del cuento: las frases son risibles en sí mismas, y son también testimonio de la fama de seriedad de la novela, su importancia social, su condición adulta, por oposición a esos juegos de principiante que son los cuentos). La parábola y la indicación forman parte, también, de las expectativas del mal lector. Para su desencanto, el cuento desprecia la parábola, pero no sólo por razones literarias, como toda buena literatura, sino además por razones técnicas. Chéjov le escribió una vez a un amigo suyo que le reprochaba no condenar de forma explícita a los bandoleros: «Verás, para describir a unos ladrones de caballos en setecientas líneas debo todo el tiempo hablar y pensar en su tono y sentir con su espíritu; de lo contrario, si introduzco la subjetividad, la imagen se vuelve borrosa y la historia no será tan compacta como todas las historias deberían ser.» Es posible encontrar un lector de novelas de tesis que también disfrute con Lolita; pero no es posible encontrar un lector de novelas de tesis que también aprecie «Cat in the Rain», de Hemingway, o «Las grosellas», de Chéjov, ya no digamos «A Christmas Memory», el mejor de Capote, o «La calle de Dante», de Isaac Babel.

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