Instituto Literario de Veracruz

Hormigas: esas gigantes

Hormigas: esas gigantes

Cerebro, visión y lenguajes

 

Tienen tres cerebros que pueden trabajar en paralelo, es decir, pensando cada uno por su lado, como hacen los grandes ordenadores, ingenios compuestos por decenas de computadores personales que pueden procesar datos de manera vertical -esto es, de forma independiente- o compartir información entre ellos horizontalmente.

Con los millares de facetas de sus ojos, la hormiga obtiene una imagen reticular del mundo exterior. La definición no es muy buena y le cuesta percibir los detalles. En compensación, puede apreciar objetos distantes y desplazamientos muy pequeños. El de la manecilla horaria, por ejemplo. Las hormigas sexuadas (machos y reinas) tienen cinco ojos rojos: dos corrientes para captar la radiación visible (lo que vemos los humanos) y tres ocelos infrarrojos que están situados en forma de triángulo en la frente y les permiten ver en la más completa oscuridad.

Aunque perciben algunos sonidos gracias a unos tímpanos rudimentarios situados en las patas, su sentido estrella es el olfato. El mundo de la hormiga es un mundo de olores y hasta su lenguaje es básicamente odorífero. Casi todas las comunicaciones de la colonia: órdenes, alarmas, apareamiento, coordinación de tareas, orgías, desafíos, galanteo, etcétera, se transmiten por medio de secreciones de feromonas.

Por esto mismo las sensaciones son colectivas. Si una hormiga se angustia o se excita, todo el hormiguero experimentará la misma sensación de manera automática. No obstante, un guerrero fuerte puede tranquilizarlas emitiendo una fragancia sedante, que controlará la histeria.

Cuando requieren precisión, el lenguaje preferido es el táctil y se produce por medio de algunos de los once segmentos de sus antenas: en los cuatro primeros segmentos, contados a partir de la cabeza, está el ‘código de barras’ de cada hormiga: edad, casta, especie y número de puesta (el orden en que fue puesto el huevo que le dio origen).

Cuando una hormiga quiere saber los datos personales de alguna desconocida, frota con los tres últimos segmentos de sus antenas, que sirven también de maza, los cuatro primeros segmentos de la desconocida.

El quinto segmento percibe las moléculas de las pistas, la sustancia química con que marcan las rutas, señalan peligros, indican despensas, etcétera. Rozándose mutuamente los sextos segmentos, establecen diálogos sencillos; con el séptimo, diálogos sexuales; a la madre se le habla con el octavo; el 9º, 10º y 11º sirven, como ya se dijo, de arma de guerra.

 

¿República de reflejos?

 

No se las ha visto sembrar pero sí desmalezar, cosechar y almacenar. Los cereales y las gramíneas son sus vegetales favoritos. Para combatir la maleza utilizan un herbicida de su propia invención, el ácido indolacético, atomizado sobre los cultivos con una glándula abdominal.

Y claro, también son ganaderas: crían en amplios y aseados establos sus propias vacas lecheras. Se trata de los pulgones, unos insectos hemípteros de un milímetro de longitud cuyas deyecciones azucaradas son muy apetecidas por las hormigas. A cambio de esta melaza, las hormigas les brindan protección contra los muchos depredadores que los atacan. A los pulgones machos les son arrancadas las alas, por si acaso (las hembras carecen de ellas).

El ‘ordeño’ se hace con las persuasivas maneras del hormiguero: las hormigas les hacen cosquillas a los pulgones con sus antenas, y ellos se deshacen en melaza.

¿Cómo han logrado esos pites tanta armonía social? ¿Es el hormiguero una república de reflejos? ¿Una anarquía civilizada? ¿Obran por inteligencia previa o por concierto espontáneo? ¿Han descubierto la fórmula social perfecta? ¿Es el amor su clave? ¿Será cada hormiga, como sospechan algunos, una célula de ese organismo llamado hormiguero? ¿Son tan dichosas como parecen o se trata sólo de un infierno bien aceitado, un mundo ‘feliz’ como el de AldousHuxley?

Los entomólogos tienen una explicación más prosaica, como era de esperarse. Toda la ‘armonía’ del hormiguero, sostienen, no es más que el resultado de dos defectos de diseño garrafales.

El primer defecto en el diseño de las hormigas estriba en que no tienen dientes. Aunque sus potentes mandíbulas les permiten sujetar, horadar, partir, decapitar y despedazar al enemigo, no pueden masticar con ellas ni, por tanto, comer alimentos sólidos. Lo que la hormiga come va a parar, entero, a un estómago falso, o ‘buche social’ como lo llaman los mirmecólogos. Allí, las encimas lo digieren y lo transforman en soluciones, que es lo único que ellas pueden digerir.

Pero, y aquí viene el segundo defecto, este buche no está conectado con el resto del cuerpo, de manera que la solución no puede pasar al organismo y ser aprovechada en las funciones fisiológicas. Aunque tenga el buche lleno, una hormiga puede morir de inanición. ¿Qué hace entonces? Buscar una compañera que tenga también repleto el buche y, acariciándole la barriga y las antenas, provocar la apertura de unas válvulas que permiten la salida de la preciada solución. Luego intercambian los papeles, y la hormiga ahíta alimentará a la hambrienta.

Por esto es que si una hormiga encuentra una montaña de azúcar, no puede sentarse a comérsela como cualquier chiquilla glotona sino que va y avisa a sus compañeras; estas vienen, llenan su buche social, acarrean al hormiguero el excedente en juiciosas filas y una vez allí se entregan a la orgía de caricias, regurgitaciones y succiones que marcan la cotidianidad del hormiguero. (Cuando las hormigas encuentran soluciones azucaradas listas -un pocito de gaseosa o naranjada- ¡adiós orden, solidaridad, acarreo y aprovisionamiento! Allí mismo se ponen a chupar en círculo goloso. Si el pozo es muy pequeño, una gotita digamos, puede haber bronca por la disputa).

De modo que para comer se necesitan por lo menos dos, y este es el secreto de la famosa fraternidad de las hormigas. Es una buena explicación, sin duda. Antirromántica pero plausible.

Es probable también que el buche social sea una estratagema de Dios en su búsqueda de un animal verdaderamente superior, la criatura digna de coronar el pórtico de la Creación. Es probable que al final del día sexto Él no estuviese muy seguro de cuál era su mejor criatura, y haya decidido apostarles a tres; afinar sus mecanismos.

Al hombre, todo ego, le tocó la cabeza; a la hormiga, laboriosa y humilde pero seguro glotona en esos días, le tocó el abdomen; al delfín, quizá su favorito, lo libró de afanes y ambiciones, lo hizo manso y risueño. De los dos últimos, la hormiga y el delfín, se sabe que no nos defraudarán pero tampoco esperamos de ellos grandes sorpresas. Su ‘software’, digámoslo así, no es flexible. El hombre oscila de manera dramática entre la genialidad y la infamia, pero tiene una ventaja: sabe halagar al Creador.

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